Periodistas y telespectadores: retos y exigencias Elena Real Rodríguez |
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RESUMEN |
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Durante los últimos años se ha asistido a una redefinición del concepto de público en el amplio espectro de la comunicación informativa y opinativa. De esa masa o colectividad heterogénea, difusa y diversa, anónima entre sí y respecto de la fuente, que únicamente es identificable como tal público por su papel de mero receptor pasivo del mensaje o mensajes que promueve el periodista, se ha pasado a una noción que incide en la capacidad selectiva y reflexiva de la audiencia que presta atención a determinados intereses y los enjuicia con una convicción activa. El público de la comunicación informativa y opinativa no es otra cosa sino el conglomerado de personas que tiene en común un interés –no exento de curiosidad– por el conocimiento de aquellos hechos y acontecimientos más relevantemente significativos de la actualidad. La información se presenta hoy como una necesidad individual y social: porque una sociedad sin información no es una sociedad libre, plenamente auto–responsable de sus derechos y deberes. La información y la opinión han de ser consideradas como manifestaciones del estado de una sociedad viva, plural, participada y comprometida con su destino. La función pública de la información empieza por significar y reconocer que la persona y la sociedad tienen derecho a la información y que este derecho entraña la participación ineludible y absolutamente necesaria en el proceso informativo–comunicativo, con la capacidad para asentir o para disentir, la posibilidad de expresar las propias opiniones y de adoptar una actitud selectiva, valorativa y positivamente crítica de las opiniones ajenas.La comunicación informativa y opinativa es fundamentalmente una comunicación entre personas, por muy desconocidas que éstas sean entre sí. La información y la opinión son procesos que se justifican en la medida en que esperan respuesta por parte del público de cada medio –formal o informal– de comunicación. En este proceso relacional y dialogante ni el profesional ni el público deben caminar vueltos de espaldas. Ha de existir entre ambos una alianza de fidelidad, credibilidad, confianza, coherencia y creatividad. El emisor ha de procurar que su mensaje resulte inteligible, que tenga verdadero interés y utilidad para el receptor, hablándole a éste de su realidad cotidiana más próxima y de la realidad más distante que tenga relación con sus valores, derechos y responsabilidades principales. El público de los medios tiene que dejar de ser considerado un simple, pasivo y despersonalizado consumidor de mensajes, restituyéndole su derecho y su competencia ante la opinión, la información y las comunicaciones sociales. Los contenidos de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular, no deben convertirse en una especie de nueva «comida basura», de escaso poder nutritivo y valor complementario o cooperante en la consolidación de la personalidad de cada ser humano. Siempre resultará impopular e inaceptable el discurso opinativo o informativo que se construya de espaldas a los receptores de mensajes, sin preocuparse por sintonizar con sus necesidades, aspiraciones y exigencias más sustanciales. El prestigio, competencia y responsabilidad intelectual y moral de los profesionales de los medios de comunicación se verá reforzado siempre que, al margen de cualquier forma de corporativismo, sepan ser eficientemente solidarios con las demandas de aquello que constituye necesidad o preocupación real para la opinión pública, no necesidad o preocupación inducida o motivada desde el medio de comunicación. En pleno siglo XXI, ¿cómo ha de ser la contribución del periodista para que esa vieja aspiración de la tan traída y llevada –por necesaria, justa e inaplazable– democratización de la acción de informar y de comunicar sea por fin una auténtica realidad en el medio televisivo que aquí nos ocupa? Y los telespectadores, en una sociedad como la española, ¿están en condiciones inmediatas, mayoritarias y cualitativas de participar, de ser selectivos, críticos y hasta creativos en y con la TV? |
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ABSTRACT | ||||||
The information appears today like an individual and social necessity, because a society without information is not free. The public function of information begins admitting that people and society have right to be informed, and that this right involves their active and intelligent participation in the informative process. In this relation neither the professional nor the public must turn one’s back on each other. It has to exist between them both an alliance of fidelity, credibility, confidence, coherence and creativity. Which behaviour will be necessary to contribute to the democratization of this relational process in television? |
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DESCRIPTORES/KEYWORDS | ||||||
Periodismo, teoría humanista de la información, cometido social del periodista, democratización. Journalism, Humanist theory of information, social function of journalist, democratization of information. |
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Todo cuanto existe comunica y está armonizado entre sí. No comunican exclusivamente los medios, los sistemas y los instrumentos de comunicación. La persona humana puede enriquecerse –anímica, intelectual, cultural y socialmente– si es selectivamente sensible a todo aquello que para su bien emana constantemente de la realidad existencial y le asedia con mensajes de todo tipo. La comunicación informativa y opinativa es fundamentalmente una comunicación entre personas, por muy desconocidas que éstas sean entre sí. No es un juego de relaciones, ni un vuelo de mensajes sobre una soledad humana. Es un juego de correspondencias emisor–receptor además de las relaciones humanas, grupales y sociales a las que da lugar. La información y la opinión son procesos que se justifican en la medida en que esperan respuesta por parte del público de cada medio –formal o informal– de comunicación. Las personas –y el público de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular– deben huir del anonimato porque es despersonalizador, ya que la persona es un sujeto relacional–dialogante y libremente responsable en y con la sociedad de la que forma parte. 1. La necesaria interacción comunicativa en el medio televisivo Si el proceso de la información–comunicación televisiva no diseña y difunde sus funciones y fines, de acuerdo con los medios, los derechos, las necesidades y las responsabilidades de la persona humana, quedará irremediablemente proscrito a ser tan sólo una acción técnica y comercial, carente de sentido, de utilidad y de trascendencia para las personas y la sociedad. Si la televisión persiste en hablar de una realidad seleccionada y actualizada de acuerdo con sus particulares intereses y conveniencias –y no en concordancia y coherencia con esa otra realidad, tremendamente real y expresiva, vivida por las personas y por los pueblos–, la opinión pública irá progresivamente retirando su confianza y credibilidad a los emisores de estos mensajes. En este proceso relacional y dialogante ni el periodista ni el público deben caminar vueltos de espaldas. Ha de existir entre ambos una alianza de fidelidad, credibilidad, confianza, coherencia y creatividad. El emisor ha de procurar que su mensaje resulte inteligible, que tenga verdadero interés y utilidad para el receptor, hablándole a éste de su realidad cotidiana más próxima y de la realidad más distante que tenga relación con sus valores, derechos y responsabilidades principales. «Es de todo punto necesario, además, adaptar, adecuar la estructura de la información y de la comunicación, sus modelos y sus significados a la sociedad a cuyo servicio estén los Medios. Porque no es la persona, el público, la sociedad quienes deban adaptarse a las exigencias o a las pretensiones de quienes hasta ahora diseñan unilateralmente el contenido de los Medios, sino todo lo contrario. Porque adaptar los contenidos de los Medios de Comunicación Social a las necesidades y exigencias de los públicos y de la sociedad, es comenzar por reconocer el derecho a la participación –de esos públicos y de esa sociedad en el proceso comunicacional– y satisfacer su demanda.» (Romero Rubio, 1984: 279). Si no se favorece la formación de actitudes y de aptitudes –en las personas y en la sociedad– selectivas, valorativas y críticas, para una comprensión reflexiva de los mensajes y para un uso inteligente y responsable de su gran fuerza intelectual y transformadora, la opinión, junto a la información y la comunicación públicas, se agotarán en una utopía para diletantes y en un poder, frío y sin espíritu, en manos de los prepotentes y los soberbios. El público del medio televisivo tiene que dejar de ser considerado un simple, pasivo y despersonalizado consumidor de mensajes, restituyéndole su derecho y su competencia ante la opinión, la información y las comunicaciones sociales. Los contenidos televisivos no deben convertirse en una especie de nueva «comida basura», de escaso poder nutritivo y valor complementario o cooperante en la consolidación de la personalidad de cada ser humano. Siempre resultará impopular e inaceptable el discurso opinativo o informativo que se construya de espaldas a los receptores de mensajes, sin preocuparse por sintonizar con sus necesidades, aspiraciones y exigencias más sustanciales. El prestigio, competencia y responsabilidad intelectual y moral de los periodistas se verá reforzado siempre que, al margen de cualquier forma de corporativismo, sepan ser eficientemente solidarios con las demandas de aquello que constituye necesidad o preocupación real para la opinión pública, no necesidad o preocupación inducida o motivada desde el medio de comunicación. Los públicos, salvo excepciones, tienen un conocimiento superficial y distante de los emisores de mensajes, lo que les incapacita para profundizar en la estructura del medio de comunicación y para una razonada identificación interpretativa de los mensajes. Para un mutuo y positivo conocimiento emisores–receptores, la interacción comunicativa es de todo punto necesaria. 2. La democratización de la acción de informar: acceso, presencia, participación y relación del público con la televisión Si el acceso, la presencia, la participación y la relación del público con la televisión siguen limitados a una relación comercial, casi única y exclusiva, como ocurre en la actualidad, estaremos cometiendo con el público una grandísima falta de respeto y, además, cada vez que invoquemos la libertad de expresión, estaremos columpiándonos en la utopía, que es una forma, en este caso, de atentar contra una parte sustancial de los derechos humanos (derecho a informar y a ser informado). ¿Por cuánto tiempo más algunas empresas de comunicación continuarán pensando que el acceso del público debe seguir limitado a estas exclusivas posibilidades: optar libremente por una u otra cadena, ser fuente incesante de producción y de consumo de noticias, colaborar circunstancial u ocasionalmente (correo electrónico, mensajes de texto vía teléfono móvil, llamadas en directo, etc.)? Todos los sujetos que intervienen en el proceso de información–comunicación (y el público es uno de los principales, sino el principal), han de estar representados en el medio televisivo. La presencia del público en la televisión se puede entender desde estas perspectivas:
En la relación medio televisión–público existe hoy en nuestra sociedad un evidente desequilibrio de fuerzas a favor del primero, que se mantiene en una posición dominante. Esta relación ha de ser equilibrada. La relación del público con el medio debe entenderse y articularse a partir de estas premisas:
La participación del público no puede ser, como hasta ahora, meramente testimonial y ocasional. Ese nivel y grado de participación ha de empezar por ser definido, estructurado, reconocido y garantizado. No es responsabilidad del público llenar de contenido los medios informativos, pero si saber y decir qué clase de contenidos son los que más le interesan y convienen, honesta y honradamente. Y ese saber y decir qué clase de contenidos son los que más le interesan y convienen no puede limitarse a encender o apagar el televisor según lo que se emita en la pequeña pantalla. La persona, la familia, la sociedad en general ha de tener la capacidad y criterios suficientes para saber reaccionar, positiva y responsablemente, sabiendo discernir por qué sí o por qué no le conviene ver un determinado programa de televisión. El profesor Andrés Romero (1984: 294) ya señaló en su momento que «La participación de los públicos en la planificación, gestión y toma de decisiones referidas a los Medios de Comunicación Social, conlleva el requisito previo de la comprensión de la estructura del proceso informativo y comunicacional, de las características, funciones y fines de cada uno de los distintos Medios. De tal comprensión y participación se desprende la necesidad de fomentar, incentivar la capacidad de respuesta de esos públicos y tratar de que asuman la comunicación como una tarea social, la cual necesita de su colaboración y apoyo, para que a través de la comunicación pueda favorecerse un intercambio libre de ideas (llamada dialéctica social por el profesor Benito en «Teoría General de la Información»), de informaciones y de experiencias entre interlocutores que han de estar situados en un plano de igualdad, sin predominio alguno –y sin discriminaciones– de los unos sobre los otros.». La democratización del poder de informar pasa necesaria, ineludible e inaplazablemente por la participación activa del público; por la identificación con sus necesidades y aspiraciones; por una concepción de las funciones y fines de la información y de la comunicación, que han de ser coherentes con unos efectos que nunca deben atentar contra los valores y los derechos humanos; que nunca deben ir contra el bien común. 3. Audiencias inteligentes, audiencias culpables Pero esta nueva configuración del proceso informativo–comunicativo, no implica, ni mucho menos, un traspaso o mero intercambio de poderes empresarios–profesionales–públicos. La superación de la dictadura del hasta ahora único y dominante emisor de contenidos informativos y opinativos no puede desembocar en otra dictadura, igualmente poco afortunada y adversa: la de las audiencias. El reconocimiento y satisfacción de las necesidades, intereses y demandas que tienen las personas que integran las audiencias, así como el respeto de sus derechos, no nos puede hacer olvidar los deberes y responsabilidades que le son propios en la tarea de mejorar la comunicación, de lograr que se ajuste más a los valores y principios éticos. No sólo cabe hablar de una ética del periodista y de una ética de la empresa comunicativa sino también de una ética del público, una ética también para los usuarios de la comunicación como ya apuntaran Hamelink (1995: 497-512), Sáez, Romeu y Llisterri (1994: 801-809). La denodada y feroz competencia–lucha por el favor del público que mantienen las empresas informativas, ha propiciado la aparición, crecimiento y relativa estabilidad en el espacio–tiempo de la comunicación informativa y opinativa, de los llamados programas basura merced al tópico del «todo vale si satisface y gusta a la audiencia». Y un amplio y mayoritario sector del público, ajeno o no cultivado en ese uso inteligente de los medios, se ha convertido en cómplice y voraz consumidor de estos productos. No importa si degradan y envilecen la dignidad moral, si atentan contra los valores y derechos humanos más elementales. Aquí la única ley que importa es la de la oferta y la demanda. «La escuálida visión que ha confabulado a los productores de televisión con los medidores de audiencias está tratando de promover, como efecto del propio interés de los productores y de los explotadores del negocio, que la cantidad es la medida de la calidad, y que la selección de un canal de televisión, en lugar de otro, es una prueba de la libertad de expresión que cualquier tipo de control de calidad vulneraría.» (Núñez Ladeveze, 1997: 5). Lo que ha llevado al profesor Francisco Vázquez (1995: 44) a calificar a ciertas audiencias de culpables. Denunciando su actitud cómplice, pasota o desinteresada que alienta y estimula programas con contenidos informativos y opinativos de dudosa calidad ética, pues «ellos son los que costean el programa y lo mantienen radiante de éxito. Claro que los grandes culpables hay que buscarlos dentro de la empresa: usan medios y fines «indignos» de una sociedad mentalmente sana y que reclama valores culturales y humanos de los medios audiovisuales. El fin único es financiero, publicitario y de exclusiva rentabilidad comercial. El producto morboso–necrofílico se vende bien; busquemos variadas fórmulas de ese producto. A su vez los directores de tales programas saben a qué causa sirven y no se niegan a vender su alma al diablo. ¿Y las audiencias qué tipo de culpabilidad deben asumir? La de servir de «justificación moral» de estos espectáculos de la miseria humana. «Le ofrecemos al público lo que el público reclama»... Es ciertamente una falaz argumentación el dar respuestas televisivas a enfermizos gustos de la audiencia.». A idéntico veredicto llega Gustavo Bueno (2002: 332) cuando afirma: «¿Quién es entonces el principal culpable de la degradación que tantas veces se atribuye a la televisión, sino la audiencia y, en particular, la audiencia que se ha hecho indiferente a la diferenciación crítica entre las verdades y las apariencias? La audiencia que tolera cualquier confusión o tergiversación de las verdades como si de juegos, licencias, o géneros literarios se tratase, puesto que sólo espera de la televisión el «disfrute» o la «relajación». Y decimos «culpables» no en el sentido moral o penal (a fin de cuentas, los programas–basura no constituyen un ilícito penal, en la mayor parte de los países), sino en el sentido causal, a la manera como diríamos también que los consumidores de droga son los primeros culpables de la circulación de las mismas. La demanda crea oferta, sin perjuicio de que también la oferta realmente la demanda.». En ese último sentido, hay que pedir a los empresarios y a los profesionales que aprendan «a discernir entre las preferencias cualificadas y no cualificadas de los destinatarios: es decir, aprender a discriminar entre el interés público –un concepto sociológico, puramente estadístico que refleja aquellos contenidos que interesan al público pero que carecen de legitimidad normativa para ser satisfechos, como por ejemplo conocer la vida íntima de alguien– y el interés público –un concepto normativo que trata de indicar aquellos asuntos que deben constituir el centro de atención de una sociedad y que los medios tienen la obligación inexcusable de cubrir adecuadamente, sea cual sea la cantidad de gente interesada en ellos–.» (Aznar, 2005: 34). Aunque bien es justo indicar, que la corrección de tan lamentable comportamiento por parte de los públicos y el fomento de un correcto uso y conducta inteligente por parte de los mismos hacia la televisión debe venir promovido por una adecuada formación educativa. «No se le puede imponer a un público adulto, de manera paternalista, un tipo de contenidos, aunque éste corresponda a los criterios informativos y culturales que definen convencionalmente la información de calidad o el buen gusto. No se le puede hurtar a un ciudadano aquello que desea ver, ni se le puede imponer lo que no desea ver. La educación para la democracia debe tomar otras vías distintas al dictado. El dictado no conduce a la libertad, sino a la dictadura. Es la persuasión y el cultivo de la personalidad en la escuela, en la familia, en las agencias culturales, a través del arte, en los mismos medios de comunicación, lo que puede conducir a unos ciudadanos capaces de elegir consciente y responsablemente.» (Saavedra, 1994: 45). Lo que se traduce en la necesidad de formar, fomentar y estimular previamente el comportamiento inteligente de las audiencias en el proceso informativo –comunicativo. 4. Valores y responsabilidades que han de primar en la conducta de los telespectadores Los públicos inteligentes se han de caracterizar por:
5. Valores y responsabilidades que han de presidir el comportamiento profesional de los periodistas
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Referencias | ||||||
AZNAR, H., (2005): «Telebasura y ética de la comunicación», en Telos, 63; 29-35. |
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1 Lo ideal y deseable sería una reflexión conjunta de profesionales, empresarios, teóricos de la información y de la comunicación, psicólogos y sociólogos, representantes de aquellos sectores y entes de la Administración central y autonómica, asociaciones de usuarios que, seguramente, bastante podrían decir sobre el tema que nos ocupa. Así, desde esta reflexión conjunta, podríamos –y podemos– dibujar la perspectiva que pudiera resultar más objetiva para el estudio y encuentro de soluciones. 2 La inclusión del paréntesis, así como su contenido, es mío. Tal y como ya señalara en el apartado anterior, la participación del público es a todas luces esencial y condición sine qua non para el correcto y legítimo funcionamiento del proceso informativo–comunicativo. 3 La relación de esos valores y responsabilidades no pretende ser una propuesta única y definitiva en la consideración de los supuestos éticos y deontológicos que la impregnan, pueden y deben ser desarrollados por los públicos y sus asociaciones de usuarios. Me limito simplemente a exponer mi propia consideración. 4 Al igual que señalé con anterioridad, esta relación no busca convertirse en una propuesta cerrada y categórica sin posibilidades de revisión. Trata, ante todo, de despertar la reflexión de las conciencias profesionales responsables, pues han de ser principalmente los periodistas, en colaboración con los empresarios para los que trabajan, los que elaboren este tipo de iniciativas. |
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Elena Real Rodríguez es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid (España) (ereal@ccinf.ucm.es). |
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