|
|
|
Adolescencia, desarrollo y televisión: algunos puntos de referencia
La presencia de la televisión en nuestras vidas es tan abrumadora que en muy poco tiempo se ha constituido en el principal de los veneros de entre los que nutren el inconsciente colectivo de las sociedades occidentales. Esta función «cultural» y socializadora de la televisión opera especialmente entre los adolescentes, cuyas conversaciones están llenas de alusiones a programas y personajes televisivos y cuyas formas de hablar, de vestirse o de comportarse proceden en su mayoría de este medio.
La televisión se ha convertido en el referente de los jóvenes sustituyendo en gran medida a la vida real que a menudo es muy desconocida por ellos en sus aspectos más determinantes (ideológicos, económicos, sociales o culturales). Se trata, sin lugar a dudas, de una suplantación peligrosa y de enormes consecuencias porque se ejerce por medio de una especie de poder hipnótico o de encantamiento que hace desaparecer el espacio de fuera, e incluso el de la propia casa, eliminando límites y distancias entre lo existente y lo visto en la pantalla (Miguel Lizano, 2004).
Estas observaciónes justifican, a nuestro juicio, la necesidad de investigar sobre el tema, de acercarse a los hábitos de consumo televisivo de este sector de la población para lograr así, en la medida de lo posible, comprender sus pautas de actuación, los valores que las sustentan y lo que de positivo y negativo hay en este trasvase.
En este sentido, nos interesa destacar un hecho que explica en gran medida el objetivo central de nuestro estudio: la cultura de masas se caracterizó desde su origen por la apropiación y explotación de los valores específicos de los grupos de jóvenes hasta convertirlos en un estereotipo dominante y, a veces, hegemónico, por lo que hasta cabe hablar de una «juvenilización de la cultura». Si la juvenilización cultural del sistema mediático ha consistido en construir un receptor modelo que presenta los rasgos más singulares de los jóvenes –gusto por la novedad, búsqueda de identidad, vitalidad, tendencia a la solidaridad con los pares, etc.–, han sido los mismos jóvenes el destinatario privilegiado de la enunciación mediática contemporánea. Las razones de esta evolución son muchas y diversas pero, en general, responden a una macrocausa: la correspondencia formal entre los valores que son funcionales a la sociedad de consumo y aquellos otros que resultan acordes con el particular estatuto de los jóvenes y especialmente de los adolescentes en nuestro sistema social (Pérez Tornero, 2000).
Acorde con este proceso, la innovación, lo nuevo o la novedad, viene a constituir uno de los valores centrales de la sociedad actual. La innovación no es sólo un aliciente psicológico dentro de un sistema perceptivo sino que es un sistema económico y práctico que permite la sustitución periódica y acelerada de los objetos producidos por la industria. Otros valores claves del sistema consumista son la velocidad y la aceleración, junto con la visibilidad. El sentido de la vista y, en general, la imagen ha sido durante el siglo XX privilegiados con respecto a otros sentidos humanos. Probablemente, esto se deba al desarrollo particular de ciertas tecnologías que han permitido la amplificación y la extensión del sentido de la vista –especialmente la fotografía y la televisión– pero, sobre todo, a que los códigos visuales de la representación resultan ser los más accesibles a la mayoría de la población. La imagen se ha convertido en la clave de la actual semiosfera contemporánea y ha llegado a sacralizar una ecuación de enormes consecuencias: sólo cuenta lo que se percibe por la vista, lo que se ve. Además, la cultura masiva utiliza la sobre-representación, que consiste en acentuar algunos rasgos del objeto que se presenta ante la percepción social a fin de hacerlo más visible y llamativo, para lograr asentar una economía psicológica y sígnica adaptada al creciente volumen de información circulante.
Sin embargo, Pérez Tornero señala que la juvenilización de la cultura de masas no es una panacea para los jóvenes, más bien al contrario, es una fuente de tensión identitaria, a algunas de cuyos puntos básicos hemos querido aproximarnos en nuestro estudio en busca de claves para la comprensión.
En la investigación que aquí se presenta se utilizó un cuestionario de tan sólo ocho ítems, ya que preferimos no hacerlo muy extenso para no provocar cansancio y evitar las preguntas sin responder. El cuestionario era anónimo, se pasó a 21 sujetos en mayo de 2005, y sólo se les pidió que anotaran la edad y el sexo. La edad de la muestra oscilaba entre los 16 y los 21 años; de ellos, 9 eran hombres y 12 mujeres.
Estos adolescentes se hallan realizando dos Programas de Garantía Social, que están subvencionados por los Fondos Sociales Europeos y la Ciudad Autónoma de Ceuta. Del total de la muestra, 6 se hallan en situación de desamparo, con lo cual, la tutela pertenece a la Ciudad (viven en pisos tutelados), 5 son menores infractores y 3 están en régimen de medidas judiciales, por lo que el Equipo de Medio Abierto de la Consejería de Bienestar Social interviene con ellos. Todos ellos han abandonado prematuramente el sistema educativo.
Las preguntas planteadas y las reflexiones más destacadas que las respuestas a las mismas nos servirán para estructurar el contenido de este trabajo.
1. ¿Cuáles son los programas que más te gustan? ¿Por qué?
Los resultados de las encuestas muestran que los programas de televisión que más gustan son las series de televisión y los llamados «programas del corazón» en diversas variantes. Así, 13 de los sujetos señalan Aquí no hay quien viva como la serie preferida, 6 Los Serrano, 7 Los Simpsons y 2 Arrayán y Siete vidas. Por lo que respecta a los programas del corazón, 12 citan Crónicas marcianas, 3 El diario de Patricia y 5 Salsa rosa. También se citan, pero sólo por parte de 5 sujetos, los programas de deportes, como Gol a gol.
Con respecto a las razones por las que les gustan estos programas, son diversas: algunos no dan explicaciones de por qué les gustan (5) y otros afirman que le gustan porque sí (4 sujetos). Sin embargo, 11 de ellos resaltan que les gustan porque les hacen reír o son divertidos. Por último, también aparecen respuestas como que «cuentan historias que pasan en la vida» (4), «me entero de cosas» (2) y «los presentadores» (2).
Sin duda llaman la atención en estas respuestas tres hechos que juzgamos significativos. En primer lugar, la preferencia casi unánime por programas de entretenimiento y el consiguiente desinterés por los programas de información o por los culturales. Podríamos interpretar que este dato revela lo que suelen aducir los responsables de las programaciones televisivas: se ofrece al público lo que demanda; pero, ciertamente, y como educadores, no podemos dejar de proponer una visión que cambie el enfoque: si se proponen programas de otro tipo que también sean capaces de atraer a los espectadores más jóvenes por lo cuidado de su diseño y elaboración, estamos seguros de que funcionaría una televisión más informativa y cultural.
Otro dato que llama la atención es la preferencia por la ficción que se explica por el gusto inherente al ser humano por las historias y por la imaginación. Sin embargo, habría que estudiar al respecto los efectos de este tipo de ficción sobre las visiones del mundo de los jóvenes, su carácter de casi exclusividad, en el sentido de que parece cubrir «todas» las necesidades de evasión y de que hace innecesarias –o cuanto menos, secundarias– otras vías (como la literatura) y el papel de receptores pasivos que el medio televisivo contribuye a desarrollar, impidiendo la interacción con los discursos que otro tipo de productos requieren.
Por último, llama la atención en los comentarios de algunos sujetos que la televisión es su única fuente de información y que no se pone en cuestión la veracidad de lo que ésta ofrece: el mundo es como se ve en la tele.
2. ¿Cuáles son los programas que menos te gustan? ¿Por qué?
En cuanto a los programas que menos gustan, en primer lugar se cita un menor número de programas y casi todos son del corazón o con un fuerte componente de este elemento, salvo los casos de Saber vivir (4), centrado en la salud; de Caiga quien caiga (2), un espacio de marcado acento satírico, y de Las cerezas (2), programa de entrevistas a personajes de actualidad pero no desde la óptica «rosa». Entre estos programas que gustan menos se citan: Día a día (5), Dónde estás corazón (2), El diario de Patricia (2), programas del corazón (3), Salsa rosa (6), y Crónicas marcianas (3).
Por lo que toca a las series: a dos no les gustan Los lunnis y uno señala Los Simpsons, otros dos mencionan Los Serrano y un único sujeto Cuéntame. Siete sujetos explican que estos programas no les gustan porque son «pesados y aburridos», 2 porque son programas «de viejos», 4 «porque critican a todo el mundo» y 5 no dan razones.
El hecho de que las respuestas a esta cuestión sean menos extensas que a la anterior indica que de la televisión gusta casi todo y que lo ven casi todo, desde programas infantiles, como Los lunnis, hasta otros programas «de viejos». Por otro lado, resulta llamativo que les cuesta aportar argumentos razonados de los motivos por los que no les gustan. Se confirma nuestra apreciación de que los programas informativos o de contenido más serio (aunque sean de tono «humorístico», como sucede con Caiga quien caiga) no les gustan.
La televisión entretiene y divierte y no hay, en absoluto, que renunciar a esta función, pero sí hay que saber utilizarla en su justo término porque usarla sólo para este fin supone un empobrecimiento de la capacidad de entender, de interaccionar en una dinámica que active las capacidades del receptor para construir significados, para desarrollar la capacidad crítica, para interpretar. La televisión así consumida produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender (Sartori, 2005).
3. ¿Qué ocurriría si no hubiera televisión?
Cuando se enfrentan a la pregunta sobre qué ocurriría si no hubiera televisión, los sujetos de la muestran imaginan una vida muy negativa sin televisión; sólo seis (29%) no ven un mundo tan malo y consideran otras alternativas como nos cuentan «hay otras cosas con lo que distraerse como los libros o la música», «escuchar la radio» o «no estaríamos acostumbrados a la televisión». Tres de ellos señalan que habría más gente en la calle y que se utilizarían menos gafas. Sin embargo, 15 de ellos (71%) indican que sería un aburrimiento y no sabrían qué hacer (11), se volverían locos (2), se morirían (1) y no estarían enterados de nada (1).
Estas últimas respuestas son, al mismo tiempo, muy reveladoras y muy preocupantes: ponen ante nosotros la necesidad de otra televisión y de alternativas a ésta que no conviertan en una tragedia una avería del aparato receptor.
En el discurso social, el medio televisivo es el más criticado y odiado, pero a la vez el más atractivo. Estas críticas no son gratuitas, sino que se basan en la idea de que la TV –medio basado en la centralización, en la unidireccionalidad, en la seducción mediante la imagen y con altos costos de producción– ha sido y es un instrumento formidable de control social y de creación de consenso, dotado de un poder terrible y angustioso ya que puede actuar sobre la mente de las personas introduciendo la imagen directamente en nuestros cuerpos, sin pedir permiso a nadie y, según parece, crea hasta cierta dependencia que la convierten en imprescindible. El discurso educativo debe atemperar la crítica para avanzar, sin perder de vista lo que ésta delata, en la búsqueda de usos lúdicos, creativos, culturales y de todo tipo que contribuyan verdaderamente al crecimiento de las personas en todas sus dimensiones y que acaben con la manipulación inadvertida que opera en la mayoría de los espectadores.
4. ¿Las cosas que pasan en los programas tienen que ver con tu vida diaria?
Para 15 de ellos las cosas que pasan en la televisión no tienen que ver con su vida diaria, para 5 algunas cosas sí y otras no, y para otro sí que tienen que ver.
En estos tiempos en que se está hablando de ciberespacio o cibercomunidad y que estamos en un modelo de desarrollo que potencia el desvínculo, un mundo comunicadísimo que se está pareciendo demasiado a un reino de solos y mudos (Galeano, 1998); sin embargo, los sujetos se centran en la diversión o el aburrimiento que les puede causar la televisión sin llegar a plantearse si los medios de comunicación reflejan la realidad o la modelan.
Entre el bagaje de conocimientos que la escuela ha de proporcionar a los niños y a los jóvenes habrán de ocupar un lugar destacado saberes y herramientas que nos los dejen inermes ante la potencia de los media en general y de la televisión en particular, dado que es el que más consumen. Han de saber, por ejemplo, que los medios de comunicación están en pocas manos. Empresas como General Electric, Disney/ABC, Time Warner/CNN, Sony o Microsoft y algunas otras ejercen un poder oligopólico porque en el fondo tienen intereses comunes, aunque los sujetos de la muestra no los suelen conocer a tenor de lo que señalan sobre quién decide lo que se ve en televisión.
5. ¿Quién piensas que decide lo que hay que ver en televisión?
En efecto, cuando se les pregunta quién decide lo que hay que ver en televisión, hay cinco personas (23,8%) que consideran que los telespectadores tenemos poder de decisión sobre este punto: «Nosotros, todo el mundo, como si fuéramos a votar lo que ponen», «nosotros, los que la vemos». Dieciséis (76,1%) señalan a profesionales o personas concretas: los directores (10), los productores (8), «quien maneja las antenas» (2), «un organizador» (1), los guionistas (1) y Juan Vivas (2)1.
El poder de la televisión es enorme, comemos con la televisión encendida, los niños y niñas ven la televisión durante el mismo número de horas que pasan en el colegio y no saben qué hacer si no tienen la televisión. Sin embargo, los sujetos no son conscientes de este poder aunque no sabrían qué hacer sin ella. Más aún, pese a que no indican por medio de qué procedimiento lo ejercen, piensan que ellos tienen poder de decisión. Queda patente también el desconocimiento del funcionamiento interno del medio y de los profesionales responsables de cada tarea, un objetivo que también puede contribuir a alcanzar la escuela.
6. ¿Qué cambios introducirían en la televisión para mejorarla?
Las respuestas a este ítem se sitúan en la misma línea de imprecisión y falta de argumentos de algunas de las anteriores. Así, 3 de los sujetos quitarían los programas «aburridos»; 4 quitarían los programas «guarros» (que no hagan tantas guarrerías antes de las doce de la noche, los programas de sexo que están bien, pero a lo mejor vendría bien quitarlos); 3 de ellos quitarían los anuncios; 5 no hablarían tanto de famosos; 2 quitarían «tanta violencia porque hay que pensar también que los niños ven la televisión» y pondrían dibujos para pequeños, uno quitaría «las chorradas» y otro la telebasura. Para un último sujeto todo parece estar bien y afirma que no quitaría nada.
Se observa en estas respuestas una cierta asimilación de los mensajes más habituales sobre los aspectos negativos del medio y proponen por ello reducir la violencia, el sexo o los cotilleos. No obstante, como hemos podido observar en los ítems 1 y 2, ellos no se aplican estos criterios a sí mismos como espectadores y son poco selectivos con lo que ven que, además, suele gustarles. Por lo demás, no hay propuestas de nuevos contenidos o de programas distintos.
7. ¿Te gustan los anuncios? ¿Por qué?
También se les preguntó si les gustaban los anuncios dado el lugar que ocupa la publicidad en el tiempo televisivo y el enorme consumo que de ella se hace, aunque sea de forma inconsciente. A ocho de los sujetos (38,1%) les gustan los anuncios por varios motivos. Cuatro afirman que les gustan porque tienen gracia y son entretenidos; una persona señala que le gustan porque muestran cosas necesarias. Algunos matizan: «sí, pero no me gustan los anuncios que ponen, por ejemplo, dos personas desnudas o fuera de lo normal» (1), «sí, hay anuncios guay aunque cansen un poco» y «sí, porque hay cosas que me gustaría que ocurrieran de verdad». Para dos (9,5%) depende, aunque uno de ellos nos dice que «no sé, porque los veo sin ganas». Y a 11 (52,3%) no les gustan: 5 señalan que son repetidos y aburridos, 3 que te cortan el rollo, 2 que son una pérdida de tiempo y 1 que «me amargan».
La mayoría de las respuestas nos muestran a estos jóvenes poco conscientes de lo que Lomas (1997) llama «las astucias del deseo». Sus críticas se basan fundamentalmente en que interrumpen los programas, pero no hay ningún comentario sobre su verdadera función, sobre su importancia para financiar las cadenas o sobre el modo en que condicionan a los espectadores a lo hora de consumir.
Encontramos, pues, en este ítem otro amplio frente al que dar respuesta mediante una educación sobre la televisión que la contemple como medio global que combina todo tipo de mensajes y códigos.
8. ¿Consideras necesario que haya televisión?
Por ultimo, consideran los sujetos de la muestra que es necesario que haya televisión. Para 20 (95,8) de ellos es necesario que haya televisión, y sólo para uno no es necesaria porque «no suelo verla» (4,2%). No aportan las razones por las que la consideran necesaria aunque se señala que sin la televisión «sería un aburrimiento» (2) y que «se aprenden muchas cosas, se entera uno de las cosas que pasan en la vida» (1).
9. Algunos puntos para reflexionar
El breve repaso de las respuestas obtenidas entre los adolescentes de la muestra nos lleva a insistir en la conveniencia de no perder de vista que la función social de los mensajes de la televisión (informativos, publicitarios, de entretenimiento) es hoy doble: por una parte, de naturaleza cognitiva, ya que contribuyen tanto a la construcción de la identidad personal como a la adquisición de un conocimiento compartido sobre el mundo; por otra, de naturaleza ideológica, al constituirse en eficaces instrumentos de consenso social. Si la socialización es el proceso por el cual los individuos, en su interacción con los otros, desarrollan las maneras de pensar, sentir y actuar que son esenciales para una adecuada inserción en la comunidad, conviene tener en cuenta que en las sociedades contemporáneas la socialización ya no es sólo el efecto de la interacción con otras personas y con el entorno físico, sino también el resultado de la influencia de los mensajes de los medios de comunicación de masas y de la publicidad, especialmente a través de la televisión.
En este medio el efecto sobre el receptor no depende tanto del contenido sino de la imagen y de la publicidad que vende el producto, hasta el punto de que, como indica Sartori (2005), la televisión es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver. Hasta hoy día, el mundo, los acontecimientos del mundo, se nos relataban (por escrito), actualmente se nos muestran y el relato (su explicación) está prácticamente sólo en función de las imágenes que aparecen en la pantalla. La televisión no es sólo instrumento de comunicación sino también de formación, los niños empiezan a ver los programas de televisión a los tres años, generalmente solos, sin compañía de adultos, que también la ven durante muchas horas, que hablan de ella, que la miran sin hablar mientras comen,… Es poco probable, entonces, que se cuestionen lo que están viendo en ningún aspecto y así, no extraña que estos adolescentes ceutíes piensen que la televisión sirve para tener conocimientos sobre lo que pasa en el mundo porque lo que ofrece es el mundo.
Sin embargo, no faltan las voces de autores que, como Esparza (2001), advierten que la televisión refleja la realidad de forma incompleta, altera las categorías de conocimiento, tiende a inhibir los mecanismos racionales del espectador, tiende a prodigar mensajes cada vez más banales y presenta numerosas contradicciones para el público infantil, hasta el punto de que puede llegar a ser un elemento destructivo en el ámbito de la educación, pese a que ha puesto a disposición del individuo un caudal inagotable de información y toda esa información puede contribuir a hacernos más sabios, más libres. Se trata, no obstante y según este mismo autor, de uno de los trucos que utilizan los defensores de la sociedad de la información porque, en realidad, el número de mensajes que recibimos es tan elevado, el ritmo con el que se nos cuenta algo es tan intenso, que su efecto es el contrario al pretendido, a saber: la información no despierta un interés activo en el sujeto, sino que provoca pasividad e indiferencia. El exceso de información se convierte en ruido ininteligible y ése es el sustrato de la sociedad de la desinformación.
Por su parte, Steinberg y Kincheloe (2000) insisten en que el currículum de la televisión infantil en las últimas boqueadas del siglo XX no es un cuidado producto de la fidelidad de los magnates de los medios a los principios de la democracia. La cultura infantil de los medios la dictan los intereses comerciales pues los márgenes de los beneficios son demasiado importantes para preocuparse por el bienestar de los niños. En la televisión no se transparenta nada, pero se están enviando mensajes a nuestros hijos con la intención de provocar creencias y acciones particulares en mayor provecho de quienes las producen. Por muy bifurcados que puedan estar los imperativos de la televisión la democracia pasa a segundo plano ante la lógica del capital.
También Ramonet (2002) señala como características de la televisión actual «el chantaje por la emoción» y el hecho de que basta ver para comprender. El objetivo prioritario para el telespectador es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, se ha logrado plenamente el deseo. También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los media es ahora la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo puede ofrecer la televisión y la radio.
Desde la perspectiva educativa, que pensamos es la que puede contribuir en primera instancia a ir formando a las generaciones jóvenes sobre la televisión, compartimos la opinión de Romano (1998) quien, para no producir más mentes sumisas, propone que, dada la omnipresencia de los medios de información y comunicación en la vida cotidiana, el estudio de la televisión y de los demás medios en la escuela se centre en capacitar a los niños –y también a los adultos– para desenvolverse de un modo competente con ellos. Reflexionar sobre los medios es reflexionar sobre la sociedad.
En este marco el análisis del medio televisivo como un entramado de discursos nos parece especialmente válido, pues lo presenta a los alumnos como una estructura que exige la cooperación interpretativa para la construcción del significado a partir de un bagaje que aportan todas las áreas curriculares en una perspectiva necesariamente interdisciplinar. Si la realidad se construye, se modifica y se percibe con arreglo a pautas derivadas de los sistemas tecnológicos de comunicación que permiten un alto grado de iconicidad en la representación y una difusión masiva mediante complejas estrategias retóricas y estilísticas, se puede entender la comunicación de masas como un complejo entramado de operaciones textuales orientadas a producir determinados efectos traducibles en pautas colectivas de actuación. La cultura mediática implica, en consecuencia, un nuevo concepto de alfabetización que va más allá del aprendizaje de la lectura y la escritura sobre el papel y es necesario adquirir habilidades que permitan el uso de múltiples códigos comunicativos en los que la imagen tiene un peso importante (Lacasa, 2002).
En este funcionamiento hay que destacar, desde el punto de vista educativo, el hecho de que la televisión, a través de un uso abundante de textos iconográficos que por su naturaleza analógica evitan el acercamiento crítico (Lomas, 1999: II), y a través también de un canal básicamente unidireccional que tiende a reforzar en los receptores actitudes pasivas a las que los alumnos han estado sometidos desde pequeños, hacen apremiante poner a su alcance el conocimiento de la especificidad semiótica de cada medio para favorecer el distanciamiento crítico y para lograr el uso activo y productivo de los mismos en los procesos de comunicación.
La enseñanza obligatoria debe proporcionar instrumentos, habilidades y actitudes para que los alumnos desarrollen las necesarias competencias interpretativas y expresivas que les faciliten la comprensión y la crítica del mundo que les rodea, incluyendo un tipo de competencia discursiva mediante la cual entiendan la comunicación iconoverbal como un complejo proceso de producción de sentido orientado a producir determinados efectos culturales a través, sobre todo, de la connotación.
En el desarrollo de esta competencia tiene un papel destacado la televisión, pues constituye un ámbito de estudio y de reflexión en el aula especialmente adecuados a la hora de mejorar las capacidades encargadas a la escuela. El lenguaje tiene enorme importancia en este proceso, y no sólo han de preocupar la pobreza de léxico o las incorrecciones, sino los modos de discurso, las estrategias pragmáticas y semióticas, los dobles sentidos, los mensajes subliminales o las omisiones (las cosas y personas «no nombradas»).
Por otra parte, los docentes pueden obtener valiosos materiales para observar la organización de la información y la capacidad de síntesis. Las situaciones de comunicación de este medio son muy variadas y, por tanto, de gran rentabilidad didáctica, pero no se trata de un activismo con tinte de modernidad sino de perseguir ante todo hacer a los alumnos conscientes de que quienes ostentan el poder controlan el lenguaje2 como única forma de evitar que se conviertan en receptores pasivos e indefensos ante la avalancha de estímulos que de forma sutil e imperceptible van horadando nuestra forma de actuar al condicionar, no sólo la elección de un determinado producto, sino modelos de pensamiento y actuación manifiestos en el uso del lenguaje. Como señala Ubasart i González (2004), plantearse un activismo en el campo comunicativo significa hacer política. Hay que entender los medios de comunicación como medios de producción (de imaginario, de valores, de afectos, etc.) y por ello la comunicación no puede verse como una simple herramienta de conexión, ya que mediante los procesos comunicativos intervenimos en la producción.
No menos importante es un cambio paralelo en la actitud de los docentes en el sentido de dejar de lado el discurso contra el consumismo o contra los «males» asociados a los medios de comunicación de masas, entre otros motivos, porque, pese a que los cambios son rápidos y profundos, no parece que pongan en peligro las formas tradicionales de transmisión de la cultura, pues no se trata de cambios lineales en los que la aparición de nuevas opciones supone la decadencia de las anteriores; estamos más bien ante un fenómeno de complejidad creciente de fundación de estructuras holísticas que integran a las anteriores para crear sistemas comunicativos que merecen atención especial en el ámbito de la enseñanza.
Así lo sintetiza con acierto Pérez Tornero (1997: 108), cuyas palabras nos sirven de cierre:
«De hecho, el problema de nuestro tiempo se enuncia con rotundidad: nuestras prácticas comunicativas actuales van muy por delante de nuestros sistemas reflexivos de lenguaje dominantes en la enseñanza. Estamos académicamente respondiendo al reto de la presencia de complejos sistemas de pensamiento con lógicas de otra época. Nuestra respuesta es más inercial que avanzada y, en definitiva, nuestra aproximación científica resulta, a la postre, más normativa que empírica».
|
|
|
|