El pacto fáustico: la televisión interactiva que (no) querríamos
The faustian bargain: the interactive television that we would (not) like to have

Rosanna Mestre Pérez
Valencia (España)

     
             
             
     

RESUMEN

     
     

El texto parte de una pregunta retórica: qué televisión interactiva ideal pactaríamos con el Diablo, si ello fuera posible. La respuesta recomienda evitar la precipitación y reflexionar sobre el papel que la nueva tecnología jugará en el entorno en que se inscriba. Señala la pertinencia de establecer una estructura conceptual desde la cual determinar el carácter innovador de las nuevas tecnologías que tenga en cuenta la complejidad de tal objetivo, advirtiendo sobre los riesgos de usar el sencillo modelo de medios y fines (problema-solución). Preguntándole a la televisión interactiva qué problema resuelve se corre el riesgo de obtener una respuesta sesgada por cierto grado de determinismo tecnológico que distorsione el papel que los nuevos dispositivos juegan en el entorno social en que se inscriben. Se analizan tres cuestiones clave. Primero, el problema que la nueva tecnología soluciona no existe antes del nuevo dispositivo; el problema se identifica como tal porque ya existe la innovación y se dispone de información sobre ella. Segundo, las consecuencias de una innovación tecnológica son complejas (no se limitan a aportar soluciones a lo que percibimos como problemático). Pueden empezar siendo un medio para un fin antiguo, pero su puesta a punto puede acabar alterando el valor de lo problemático. Y tercero, la tecnología no puede ser caracterizada como un medio para un fin. Esto es así por varias razones: es un error pensar que la utilidad es valiosa en sí misma, la frontera entre medios y fines no es tan evidente como podría parecer, y la evaluación de lo nuevo debe contemplar tanto el criterio de utilidad como el de valor.

Tener en cuenta estas cuestiones permitiría valorar la televisión interactiva desde un marco conceptual que interprete la relación entre la técnica y lo social como una red de influencias mutuas e interdependientes y proporcione algunas pistas que permitan prever a cambio de qué se hipotecaría el alma, realmente.

     
      ABSTRACT      
     

The text is born of a rhetorical question: If we could make a pact with the Devil, what kind of interactive television would we stipulate?The answer requires us to reflect above all on the value we give ITV as a new technology, and it warns us about the risks of using the simple model of means and goals.If we ask a new gadget what problem it solves, we might get an answer biased by a certain amount of technological determinism that would distort the role that the device plays in its social surroundings and could impede our seeing what we would really be mortgaging our souls for.

     
      DESCRIPTORES/KEYWORDS      
     

Televisión interactiva, innovación tecnológica, mediación técnica, filosofía.
Interactive television, technological innovation, technical mediation.

     
     

«(…) la mediación de progreso técnico con la práctica de la vida social, mediación que hasta el momento se impone en términos de historia natural. Y como esto es un asunto de reflexión, no puede ser sólo negocio de especialistas».

Jürgen Habermas

«Parte del problema de estos tratos fáusticos proviene de lo impredecible del futuro».

Gordon Graham

¿Qué haríamos en el caso hipotético de que se nos brindara la oportunidad de vender nuestra alma a cambio de conseguir la televisión interactiva que queremos? Dejando a un lado el pequeño detalle de identificar a qué empresa pertenece el Diablo que nos hace tan goloso ofrecimiento, lo primero que haríamos sería andarnos con mucho cuidado a la hora de formular la petición. No sólo porque podría hacerse realidad, sino para evitar acercarnos al objeto del contrato desde una perspectiva sesgada que distorsionara el valor que otorgamos al nuevo dispositivo tecnológico y nos indujera a firmar un mal pacto. Incluso aunque el Diablo nos dijera que en uno o dos lustros, como ciudadanos privilegiados de un país económicamente desarrollado, podríamos ser testigos del consumo generalizado de contenidos audiovisuales interactivos a través del medio televisivo (pero probablemente también a través de la Red), valdría la pena ser prudentes. Convendría, por ello, tomarse un tiempo y detenerse a analizar cómo podrían alterarse las características del actual discurso televisivo cuando la digitalización de la señal televisiva se generalice no sólo en la producción y distribución, sino también en la recepción. O valorar en qué medida las innovaciones tecnológicas derivadas de la digitalización transformarán más de lo que ya lo han hecho el consumo televisivo. Las novedades posibles son diversas y pueden tener una dimensión más visible (mayor calidad de imagen y sonido en los receptores, formatos multipantalla…) o manifestarse en aspectos más complejos igualmente relevantes (posibilidades interactivas aplicadas a los contenidos audiovisuales…). Desde los años noventa uno de los aspectos clave de los discursos televisivos es el papel que jugarán la «libertad» y el «control» que el espectador interactivo/usuario adquirirá cuando la nueva tecnología digital haga que los canales televisivos parezcan superfluos, el volumen de contenido bajo demanda se presente como casi ilimitado y la interactividad sea una característica transversal del medio. Precisamente, uno de los argumentos más frecuentemente evocados a la hora de justificar la «necesidad» de un nuevo híbrido televisivo es presentar como una de sus grandes bazas las diversas ventajas que la interactividad puede aportar al medio dominante en la segunda mitad del siglo XX, una vez perfeccionadas algunas de sus más llamativas carencias, las relacionadas con la pasividad de la recepción. Como señala Silva (2003: 6), existe la «percepção de que os públicos são intrusos, não-bem-vindos (invitados de piedra) no atual processo de comunicação: são a parte débil diante dos gestores das midias que selecionam mensagens e controlam todo o processo, excluindo os verdadeiros titulares da informação, que são os cidadãos». Las nuevas tecnologías podrían «remediar» la situación de desequilibrio en que se encuentra el receptor a través de instrumentos y usos que permiten potenciar la intervención del receptor, aunque también podrían no hacerlo. En todo caso, existe un notable optimismo en torno a las bondades de las innovaciones tecnológicas que se encuentra presente en muchos discursos infopublicitarios de la industria1, pero también es compartido por algunos «gurús» de la comunicación como George Gilder2 o Nicolas Negroponte3. Se encuentra implícito incluso en preguntas aparentemente inocentes como la que Neil Postman se autoformula (Graham, 2001) cuando propone que, para valorar la utilidad de una innovación tecnológica, deberíamos interrogar a esa nueva tecnología sobre cuál es el problema del que se supone que representa una solución.

Tras este tipo de afirmaciones puede detectarse cierta forma de lo que el propio Postman denomina «tecnofilia». Una suerte de determinismo tecnológico, entendido como aquella perspectiva que considera la tecnología en general y las tecnologías de la comunicación en particular, como la base del cambio social (Chandler, 2000). Una de sus variantes es el tecnoevolucionismo o modelo del imperativo tecnológico, desde el cual se interpretan los cambios sociales en términos de progreso (un estado de cosas mejorado) y el progreso como algo inevitable (Chandler, 2000). Se asume, implícita o explícitamente, que lo tecnológicamente más avanzado es mejor que lo anteriormente existente (la televisión interactiva frente a la televisión convencional), porque ofrece soluciones a problemas (o satisface deseos) que la más imperfecta tecnología anterior no podía resolver (o satisfacer). La legitimidad de esta lógica causal, estructurada alrededor del familiar esquema problema-solución, resulta bastante cuestionable. Comporta la idea de que la tecnología ejerce una influencia causal, unidireccional e independiente sobre los humanos y sus organizaciones, similar a las de las leyes físicas, como si la tecnología fuera un objeto externo a lo social y no un producto intencional de las acciones humanas, y ambos, lo tecnológico y lo social, no estuvieran inevitablemente interrelacionados.

Desde nuestro punto de vista, resulta mucho más productivo asumir una perspectiva crítica que se mantenga a una distancia prudencial tanto del determinismo tecnológico como del determinismo cultural (aquel que desplaza la fuerza de los cambios sociales a la cultura propia de una colectividad), es decir, un modelo que tenga muy presente tanto el potencial transformador de los dispositivos tecnológicos como el del medio social, y asuma que las influencias e interferencias entre ambos no pueden ser sino mutuas. Al decir de Brian Winston (1990: 8): «all technological communication innovation can be thought of as a series of events taking place in the realm of technology, but influenced by and reacting to events taking place (a) in the realm of pure science and (b) in society in general. This model has to be rendered even more complex, because society also influencies science, which in turn influences the technology».

Esta perspectiva puede ayudar a detectar algunos razonamientos-trampa que a veces se cuelan en nuestra forma de pensar las innovaciones tecnológicas a la hora de determinar su valor. Como señala Gordon Graham (2001) al hilo de la citada pregunta, en este tipo de planteamientos argumentativos (problema-solución o fines-medios) existen tres asunciones que son, cuanto menos, cuestionables. En las siguientes líneas analizamos cómo el sesgo tecnófilo puede alojarse también en el entorno de la televisión interactiva, condicionando la manera en que nos aproximamos discursivamente a esta innovación tecnológica.

En primer lugar, la pregunta de Postman (un autor poco sospecho de los excesos tecnófilos que él acostumbra a denunciar) parece contener implícita la premisa de que el problema que el nuevo dispositivo trata de cumplir existe con anterioridad e independientemente de dicho dispositivo. En el caso de la televisión interactiva, la pasividad del receptor televisivo sería el problema presuntamente detectado con anterioridad a la aparición de las opciones interactivas. Posiblemente la afirmación sea correcta si tomamos el modelo comunicativo televisivo aislado de su entorno mediático… pero contemplar la cuestión desde un plano tan corto dejaría fuera de campo demasiados elementos importantes. Sabemos que la reivindicación de mayores dosis de poder y autonomía para el espectador televisivo no es un fenómeno que surja por primera vez con el cambio de centuria4.

Sin embargo, hasta hace pocos años la «pasividad» de la recepción del espectador televisivo nunca había sido percibida como algo tan terriblemente limitado y coercitivo. Y lo que ha ocurrido desde los años noventa es que se ha generalizado el uso de Internet en las sociedades económicamente más desarrolladas y, como consecuencia, se ha producido una especie de efecto carambola sobre los medios ya existentes. Éstos no han llegado a encontrarse en peligro de extinción pero sí se están viendo obligados a reformular su posición en el mercado, como cabía esperar. Sin ánimo de exhaustividad, subrayemos que Internet ha aportado unas –técnicamente- novedosas posibilidades hipertextuales que proyectan nueva luz sobre el modelo comunicativo estructuralmente monológico y jerárquico de la televisión. También ha asumido la consideración del receptor en términos de usuario y no de audiencia, priorizando las categorías de individuo o de grupo discreto (de tamaño variable) sobre la de masa heterogénea y despersonalizada. Internet ha promovido, así mismo, el uso de estrategias de personalización de los contenidos como respuesta a la fácil disponibilidad de un volumen ingente de información digital, que dilata el ya opulento panorama mediático de finales del siglo XX. En nuestra opinión, son factores de esta naturaleza (una vez percibidos como tales en el terreno de la comunicación interfacial) los que han jugado un papel decisivo en la reinterpretación del modelo comunicativo de masas que enfatiza la posición del receptor como un lugar insoportablemente pasivo y deficitario en recursos interactivos.

De lo anterior se sigue, pues, que el «problema» que el componente interactivo vendría a resolver no existía realmente con anterioridad e independencia de la aparición de dicho componente (como podría inducirse de la pregunta problema-solución), sino precisamente como consecuencia de la conciencia social de su existencia y sus posibilidades ya contrastadas en la Red. Existencia de la innovación y acceso de los individuos a la información sobre lo existente han sido, por tanto, dos factores desencadenantes de primer orden porque, como apunta Graham (2001: 52), la disponibilidad de la tecnología «tiene el efecto de estimular nuevos deseos. Puedo llegar a querer cosas, no directamente, sino porque descubro que existen los medios para lograrlo». Es más, «podemos llegar a desear cosas que antes no deseábamos o que incluso no sabíamos que podíamos desear» y también «podemos llegar a necesitar cosas que antes no necesitábamos porque, dados nuestros deseos recién descubiertos, tenemos ya una utilidad para los medios de satisfacerlos, una utilidad que no teníamos antes y de ahí una necesidad de cosas que antes no necesitábamos».

La segunda asunción implícita en la legitimación de una innovación tecnológica atendiendo a los problemas que resuelve está relacionada con la constitución de lo problemático. Se sobreentiende que un problema técnico está constituido por lo que ya se considera problemático. Dicho de otro modo, «el carácter problemático de cualquier función que la nueva tecnología nos podría permitir abordar está subjetivamente constituido, lo cual quiere decir que un problema es cualquier cosa que encontramos problemático» (Graham, 2001: 51). En ocasiones esto puede ser así. Por ejemplo, la circulación de contenidos multimedia por la Red está condicionada por el ancho de banda de que dispongan los usuarios. En la actualidad, el volumen de tales contenidos es relativamente bajo en términos generales, porque la mayoría de los equipos no disponen de conexiones de banda ancha. A pesar de ello, en los últimos años hemos asistido a una creciente disponibilidad y circulación de archivos de sonido, imagen y vídeo, paralela al progresivo aumento de empresas y hogares que han incrementado su velocidad de conexión a la Red. Que el tiempo de descarga de ciertos archivos parezca interminable o que el programa de correo se quede bloqueado porque los adjuntos de ciertos mensajes pesan demasiado es un problema parcialmente resuelto por cierto aumento en la velocidad de conexión al servidor sin mayores consecuencias.

Sin embargo, es también muy posible que la repercusión de las innovaciones tecnológicas sea mucho más compleja, que «un problema no sea cualquier cosa que encontramos problemática», simplemente. La tecnología puede empezar siendo un nuevo medio para un fin antiguo, pero su puesta a punto puede terminar teniendo serias implicaciones en nuestra concepción del problema y alterar significativamente el valor de lo problemático. Siguiendo con el ejemplo anterior, todavía no podemos saber hasta qué punto el uso generalizado de la banda ancha llegará a modificar el tipo de contenidos disponibles en la Red, y los nuevos o diferentes usos que de ello puedan derivarse. Tampoco podemos determinar aún qué cambios concretos provocará la apuesta –decidida y valiente- por las variables interactivas aplicadas a los contenidos audiovisuales, cuando dicha apuesta se produzca. Pero sospechamos que, en ambos casos, la generalización de estas innovaciones tecnológicas podría producir transformaciones que irían más allá de la mera resolución de problemas concretos. Internet podría dejar de ser Internet para convertirse en el medio de medios y accesible no sólo para una élite muy especializada o de alto poder adquisitivo. Podría ser capaz de poner al alcance de un número cada vez mayor de población versiones integradas tanto de los otros «media» como de la mayoría de los nuevos dispositivos digitales (prensa escrita, radio, televisión, videojuegos, telefonía, reproductores musicales, bibliotecas multimedia, etc.). Y, seguramente, incorporar también las futuras versiones digitales de diversos electrodomésticos domésticos (nevera, cafetera, lavadora, aire acondicionado, etc.) en un entorno domótico convenientemente equipado. A este nuevo intermedia le podríamos seguir llamando televisión interactiva o cualquier otra cosa. Lo relevante es que no se necesita hacer mucha teoría-ficción para intuir que en algún momento la industria tendrá que abandonar la comodidad de priorizar la explotación que proporciona la rentabilidad económica de los niveles más bajos de interactividad, cuyas posibilidades van asociadas a novedades más bien poco sugerentes. En algún momento se dará el gran salto que lleve a ofrecer contenidos y servicios audiovisuales que incorporen de forma atractiva y competitiva niveles medios o altos de interactividad5 (algunos de los cuales ya se están experimentando). Tan pronto como esto ocurra, es muy probable que la idea que actualmente tenemos de lo televisivo experimente una sacudida tan fuerte que obligue a una reconceptualización de éste y de todos el panorama mediático. «The developement of a hybrid media of the Web and the TV is not the simple knitting together of technology. It needs a rethinking of content, and of how we use televisión and interactive media» (Stewart, 1999: 253). El cambio que se genere no será en realidad ni suma ni resta, será, como diría Postman (1994: 31), ecológico. «Digo ecológico en el mismo sentido en que utilizan el término los científicos ambientales. Un cambio de importancia genera un cambio total. Si se eliminan las orugas de un hábitat determinado, el resultado no es el mismo hábitat sin orugas; lo que hay es un nuevo medio ambiente y se han reconstituido las condiciones de supervivencia; lo mismo es también verdad si se introducen orugas en un medio que carecía de ellas. Así es como funciona la tecnología de los medios de comunicación. Una nueva tecnología no añade ni quita nada. Lo cambia todo». Desde esta perspectiva de transformación interdependiente, no puede sugerirse que la televisión convencional debería ser sustituida por la televisión interactiva –simplemente- porque ésta no promueve la libertad (de elección e intervención) del receptor. Sería tan ingenuo como afirmar que la radio no tiene nada que hacer al lado de la televisión porque ésta puede transmitir imágenes y audio, mientras que el medio radiofónico «solamente» puede ofrecer sonido. La competencia entre los medios es innegable, pero la cuestión clave no es si uno es mejor que el otro, sino el conflicto entre visiones del mundo que conlleva cada medio. «Las nuevas tecnologías compiten con las viejas –por el tiempo, por la atención, por el dinero, por el prestigio, pero sobre todo por el dominio de su visión del mundo» (Postman, 1994: 29). Porque en cada herramienta, en cada tecnología, hay inscrita una predisposición a construir el mundo de una manera y no de otra, a valorar unas cosas más que otras, a desarrollar más un sentido o una habilidad… La tecnología no es neutra; cada dispositivo presupone una determinada visión del mundo, cierta tendencia ideológica que está ahí, independientemente del «buen» o «mal» uso que pueda hacerse de ella.

Hay todavía una tercera reflexión que puede proponerse en relación a la evaluación de una innovación por los problemas que resuelve. Cuando el pensamiento tecnófilo da por sentado que la tecnología puede ser caracterizada como «un medio para un fin», comete el error de suponer que la utilidad es valiosa por sí misma. Lo «útil» sólo es realmente útil si sirve para algo. Las ventajas de la innovación tecnológica deben evaluarse desde el punto de vista de los fines para los que el medio es útil y no considerando si los fines que ya tenemos son mejor conseguidos por los nuevos medios, simplemente. Esto es así por diversas razones.

La historia de los medios de comunicación demuestra que la innovación tecnológica es, al menos en parte, un proceso de experimentación y de descubrimiento en el que son factores clave tanto las novedades desarrolladas por la industria como el aprendizaje social. Respecto a la primera cuestión, la interactividad televisiva no es una excepción. Desde que en 1977 el QUBE de Warner Cable iniciara sus experiencias interactivas para la televisión puede afirmarse que la interactividad «existe», y sin embargo la industria del sector ha continuado explorando y experimentando durante casi tres décadas cuáles, de sus múltiples aplicaciones posibles, pueden resultar realmente atractivas desde el punto de vista de la recepción y rentables desde la producción. Es significativa, en este sentido, la historia de éxitos y –a veces grandes- fracasos de los distintos modelos de televisión interactiva testados hasta el momento. El factor económico puede ser un determinante, como sugiere el fracaso de Full Service Network (1994-97) de Time Warner Cable, que se clausuró con un coste estimado superior a 100 millones de dólares y buena parte del fracaso se atribuyó a que ciertas prestaciones tuvieran un coste superior al que el usuario estaba dispuesto a pagar (Nicoll, 1999). En algunos casos, los usuarios no pudieron «adquirir el equipamiento tecnológico, al terminar la fase experimental» (León y García, 2002: 5). El aprendizaje social puede jugar igualmente un papel decisivo, en tanto que «user appropiation of technology, with the translation of technology into a different use-context and invention of new uses or re-innovation of the technology itself» (Stewart, 1999: 241). Desde esta perspectiva, los errores de los proyectos son tan importantes como los aciertos, pues ambos se enriquecen con las innovaciones que los propios usuarios desarrollan al relacionarse con los nuevos dispositivos: nuevos usos, nuevas organizaciones, nuevo conocimiento, nuevas expectativas… Los orígenes de la Red son buena muestra de ello. Recuérdese el inesperado giro que dio el primer sistema de comunicación radial, ARPANET: concebido a finales de los sesenta con fines originariamente militares, acabará dando lugar a la multifuncional y socializada Red que hoy conocemos. Las sorpresas aún podrían llegar, por tanto, ya que el dispositivo sigue en construcción y «la interactividad es algo que tanto los consumidores como los proveedores han de aprender» (León y García, 2002: 2).

Por otra parte, del mismo modo que la innovación tecnológica puede modificar el carácter de lo problemático, como apuntábamos más arriba, también puede alterar nuestra concepción de los fines existentes y de los deseables, haciendo surgir incluso fines completamente nuevos. Un directivo de la compañía Intel, afirmaba sin reparos6 que, como empresa orientada a la producción de microchips, el objetivo de sus investigaciones es encontrar nuevos usos, nuevas necesidades, para el producto que ellos fabrican. Encontrar formatos y funciones (crear necesidades) que ni siquiera hayan pasado por la imaginación de los usuarios sería, para ellos, el gran reto. La otra cara de la moneda podría verse, en cambio, en el camino andado ya en la Red en dirección a la creación de una cultura del procomún7 y las necesidades que ésta ha suscitado de nuevas formas de compromiso con valores democráticos y de cooperación. La globalización de los flujos de información ha favorecido el desarrollo de un movimiento creciente a favor de la cultura del procomún o «common culture» que la televisión interactiva no puede (no debería) ignorar. Sería muy deseable que el nuevo dispositivo televisivo hiciera suyos estos valores y abandonara los tradicionales esquemas de la «culture in common», propios de las industrias culturales analógicas que operan como instituciones aisladas, separadas por tecnologías incompatibles y priorizan el valor de la distribución sobre el del producto. La comunicación interfacial puede ser un terreno abonado para nuevas formas de gestionar las relaciones comerciales, la relación individuo-colectivo, pero también el dominio público. Es importante que las televisiones interactivas, sobre todo las públicas, apuesten por nuevas formas de pensar lo público a través de las tecnologías digitales. Es necesario que sean «a new network of public and civil institutions that together make up the digital commons, a linked space defined by its shared refusal of commercial enclosure and its commitment to free and universal access, reciprocity, and collaborative activity» (Murdock, 2004: 11). Pero igualmente está en manos de las empresas privadas contribuir a desarrollar y potenciar los usos más democratizadores de la digitalización. Las empresas no necesitan renunciar al beneficio económico perseguido por las iniciativas de carácter comercial, sólo tienen que renunciar a los abusos injustificables (Lessig, 2004). Un referente de lo que podría hacerse son proyectos como el Archivo de Televisión o el Archivo de Cine, ambos de Brewster Kahle8 o el proyecto Creative Archive9 de la BBC británica.

Otra cuestión que no debe infravalorarse en el esquema medios-fines aplicado al valor de las innovaciones tecnológicas es que a pesar de que solemos diferenciarlos, la frontera entre unos y otros no siempre puede dibujarse con claridad. Un dispositivo que es un medio para algo, puede ser un fin para otra cosa. La interactividad puede ser, por ejemplo, un medio para dotar al receptor/usuario de mayores cotas de participación en el acto comunicativo, pero satisfacer mejor los deseos del receptor/usuario es un medio para fidelizar más audiencias/usuarios, lo que a su vez es un medio para atraer inversión publicitaria sobre el sistema de comunicación. Desde este punto de vista, el sistema de financiación de todos los medios de comunicación «gratuitos» a través del consumo productivo (Echevarría) de los telespectadores es, de hecho, un caso paradigmático de esta «semiosis ilimitada» de medios-fines. Esto no deslegitima necesariamente el valor de la interactividad como nuevo medio, pero desde luego obliga a ubicar el eslabón de la novedad en el seno de la cadena en que se inscribe.

Finalmente, otro error frecuente de la lógica causal que nos ocupa es pensar que la evaluación de la tecnología puede contentarse con la idea de utilidad. La utilidad de una innovación es un factor muy importante que no puede obviarse. Determinar la utilidad de un dispositivo es una operación relativamente fácil, pues depende de un equilibrio razonable entre costes y beneficios. Si algo resuelve un problema a un coste razonable, entonces puede afirmarse que es útil. Tal es el razonamiento de todos aquellos individuos que, pongamos por caso, disponen de televisión de pago en sus hogares. Sin embargo, la valoración del impacto de la utilidad queda incompleta si no va emparejada con la noción de valor. En relación al ejemplo anterior, muchos estudios indican que los usuarios de los servicios multicanal de pago no consumen más horas de televisión que los usuarios de las televisiones generalistas gratuitas, ni acostumbran a ver regularmente los muchos canales de que disponen, como la mayor inversión económica que exige el primer servicio podría hacer pensar. Más bien se da lo contrario. Así, desde el punto de vista estricto de la utilidad, podría deducirse que la televisión de pago resulta «no útil» para esos muchos espectadores que no incrementan el tiempo de consumo del servicio televisivo aun pagando más por él, porque la relación coste-beneficio está desequilibrada en relación al coste. O podría parecer «inútil», para los muchos espectadores no «utilizan» la mayor parte de la oferta de canales disponible. Y sin embargo, estos usuarios que ven poca televisión y pocos canales mantienen el servicio porque, aun siendo más o menos «útil», le otorgan un valor: disponen del tipo de programas (ficción, deportes, dibujos animados…) que más desean ver (en comparación con las alternativas gratuitas de carácter generalista). Lo que sugiere que el valor de una innovación tecnológica está constituido también por el deseo (depende de la satisfacción de los deseos de sus usuarios). Si algo despierta nuestros deseos, tiene valor; si no lo hace, no lo tiene. Por el contrario, un ejemplo de lo difícil que puede llegar a ser otorgar valor a un nuevo dispositivo viene dado por las tres décadas de investigación en el desarrollo de contenidos interactivos atractivos para el medio televisivo. Ése es quizá uno de los mayores retos al que tienen que enfrentarse los diseñadores de contenidos: conseguir una oferta interactiva que el usuario perciba como útil pero también atractiva. Según un estudio de los usuarios de televisión interactiva en el Reino Unido realizado por la consultora Netpoll en 2001 (León y García, 2002), muy pocos usuarios de este medio interactuaban. Su grado de conocimiento de los servicios interactivos era muy bajo y la mayoría no buscaba los componentes interactivos cuando se suscribieron a la plataforma. En cambio, a quienes sí estaban informados sobre estos servicios, les parecían algo limitados (según un estudio de la consultora GartnerG2 de 2001, los servicios más usados por los británicos adultos consultados eran el comerció por televisión, la información de pantalla, las búsquedas en las zonas de compra y el correo). Es evidente que hasta el momento los contenidos no han sido una prioridad, sino que han quedado relegados a un segundo lugar, por detrás de la investigación tecnológica. Pero bien podría ser que el camino que conduzca a conseguir dotar de valor a la televisión interactiva pase por una equilibrada oferta que integre ambos aspectos. Una oferta que no esté pensada ni para un usuario «pasivo» que no desea –no quiere, no sabe, no puede- tener ninguna interacción con el medio, ni para un usuario «hiperactivo» y altamente familiarizado con la tecnología que sólo busca opciones de máxima interacción. Lo razonable sería pensar en distintos perfiles de usuario con distintos grados de familiaridad con las opciones interactivas, pero también que un mismo usuario puede acercarse a su televisión interactiva con una motivación diferente en distintos momentos. En ocasiones puede desear ejercer un papel más activo y en otras, más pasivo; preferir unas veces que le informen y otras informar; entretenerse (construyendo activamente su ocio) o que le entretengan (disfrutando del trabajo realizado por otros)… Debe, pues, contemplarse una variada gama de fórmulas construidas sobre grados bajos, medios y altos de interactividad, fórmulas que permitan tanto la sincronía como la asincronía del acto comunicativo, y que encuentren soluciones creativas y atractivas a las dificultades que la inscripción de la interactividad en los contenidos audiovisuales destinados a un gran volumen de usuarios (Mestre, 2005). En todo caso, lo que el anterior escenario de deseo descarta por completo es, como apunta Graham (2001: 63), «cualquier mediación de la inteligencia reflexiva, cualquier posibilidad de preguntar: ¿Vale la pena desear este nuevo invento?». Pregunta siempre pertinente, pues la fuerza del deseo puede también empujarnos a desear cosas poco útiles, inútiles o perjudiciales.

Tras este breve análisis, y esperando no haber aburrido a nuestro invitado virtual, estaríamos en mejor disposición de establecer una estructura conceptual desde la cual determinar el carácter innovador de las nuevas tecnologías. Ahora comprendemos por qué el acto de determinar el valor de cualquier nueva tecnología, como por ejemplo la televisión interactiva, es más complejo de lo que podría sugerir el sencillo modelo de medios y fines. Sabemos que preguntándole a la televisión interactiva qué problema resuelve corremos el riesgo de obtener una respuesta sesgada por cierto grado de determinismo tecnológico que distorsione el papel que los nuevos dispositivos juegan en el entorno social en que se inscriben. Esto nos aleja de un modelo analítico que valore la relación de lo tecnológico y lo social como un conjunto de influencias e interferencias mutuamente interdependientes. Un emplazamiento conceptual desde el que se está en mejor disposición para redactar el contrato por obra o servicio determinado que consistirá en la realización de una televisión interactiva10.

La parte contratante de la primera parte exige el cumplimiento de la entrega de una televisión interactiva de calidad. Hace constar que es consciente de que su deseo de una televisión interactiva está motivado por la familiaridad que ya tiene con las opciones interactivas de la Red y, sin pecar de ingenuidad tecnófila, (re)conoce las grandes ventajas que la interactividad puede aportar a las transacciones comunicativas interfaciales. La información de que dispone sobre la Red le hace pensar que también podrían obtenerse resultados positivos aplicándolas a los contenidos audiovisuales de una forma más amplia. Sabe que satisfacer estos deseos comporta riesgos, porque aunque lo que se pide es algo muy concreto, su puesta en práctica puede alterar no sólo el tipo de contenidos que la televisión ofrezca en lo sucesivo, sino todo el modelo comunicativo del medio televisivo e incluso el panorama mediático en su totalidad. No caerá en el error de pensar que la novedad demandada es simplemente un medio para un fin.

Primero, porque sabe por experiencia que la innovación es un proceso de experimentación que puede dar muchas sorpresas y que puede alterar el concepto de los fines deseables, creando necesidades a priori prescindibles pero de las que después cuesta mucho desprenderse.

Segundo, porque la frontera entre los medios y los fines no es tan clara como antes creía. Sabe que la interactividad puede ser un medio para el fin que se propone, pero al mismo tiempo ser un fin para los intereses de otros.

Tercero, porque es consciente de que deberá evaluarse la interactividad televisiva desde la consideración de su utilidad (no sería deseable que el precio del servicio fuera tan alto que su contratación finalmente fue inviable) pero también, claro, según el valor que pueda suscitar.

     
     
     
     


     
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WINSTON, B. (1990): «How are Media Born?», en Adventures in Cybersound, en https://www.acmi.net.au/AIC/WINSTON.html.

     
     

1 Eslóganes como «The age of passive viewing is over» del QUBE de Warner Cable (Rost, 2004: 3) o «Si eres interactivo, ya no eres un cautivo» (citado en el reportaje televisivo The End of Televisión (1995), dirigido y producido por Jean Ménard para Screenlife Inc. y Canadian Broadcasting Corporation) serían sólo la punta del iceberg.

2 Para quien «la muerte técnica» de la televisión será un hecho tan pronto como el ordenador conectado a la Red se apodere del hogar pues, según el, la génesis de la vida que habrá de existir después de la televisión se encuentra en el microchip (Gilder, 1994).

3 Con sus provocativas afirmaciones,como que la digitalización de los medios produce un cambio en la «distribución de la inteligencia» (Negroponte, 1995).

4 La historia de los medios de comunicación de masas es también la historia de la creación de una serie de instrumentos y recursos orientados a dotar al receptor de formas de intervención sobre los flujos unidireccionales. Junto a las opciones participativas abiertas a través de llamadas las telefónicas, el correo regular y electrónico, los mensajes SMS o las cartas al director, se han comercializado los dispositivos de control remoto para la radio (el primer RCD a través de un cable fue comercializado en EEUU durante los años veinte para permitir el cambio de emisora en los receptores de radio (Moe, 2005: 775)) y para la televisión, los sistemas de grabación de vídeo en magnetoscopios analógicos, los reproductores digitales (DVR) y más recientemente los avanzados sistemas de grabación digital vinculados a servicios de vídeo casi bajo demanda y «playercam».

5 Como coinciden en señalar diversos estudios (León y García, 2002; Delgado y Larrègola, 2003; Brown, 2004; Imberti y Prario, 2005; Mestre, 2005), lo realmente nuevo y atractivo en la oferta de contenidos y servicios televisivos interactivos es muy escaso. Existen novedades (visión multiplantalla, concursos simultáneos al visionado de un contenido de ficción, recopilación y presentación de datos…), pero son pocas y con insuficiente capacidad para «enganchar» a un volumen importante de usuarios. Es notable, en cambio, la (des)proporción de servicios orientados a la venta interactiva: posiblemente su presencia es inevitable en términos económicos, pero quizá no se ha valorado suficientemente el riesgo de que la oferta excesiva de servicios comerciales y publicitarios puede inhibir más que estimular el interés del usuario.

6 En el reportaje citado en la nota nº 1.

7 En castellano, el término alude originariamente a los espacios y recursos colectivos cuyo aprovechamiento y gestión se realiza de forma comunal. En el contexto de la world wide web, se usa para recoger los principios de circulación, acceso e intercambio libre de los bienes culturales promovido por el movimiento de «software» libre y extendido luego a otros ámbitos como las licencias «copyleft». A pesar de instituir contra el «copyright», el «copyleft» no se pretende negar los derechos de autor ni descartar el beneficio económico de los autores, sino una regulación diferente de los principios de la propiedad intelectual.

8 Brewster Kahle es el fundador del Archivo de Internet que en los años noventa lanzó una serie de proyectos diseñados para archivar el conocimiento humano. «La Way Back Machine es el mayor archivo de conocimiento humano de la historia. A finales de 2002, guardaba doscientos treinta terabytes de material y era diez veces mayor que la Biblioteca del Congreso» (Lessig, 2004: 129).

9 Creative Archive es un proyecto de la BBC británica que todavía se encuentra de fase de desarrollo. Su objetivo es ofrecer todos los archivos de programas de la corporación (Murdock, 2004) en audio y de vídeo para que puedan ser vistos, escuchados, compartidos y reutilizados por los usuarios británicos. El material se encontrará disponible bajo una licencia copyleft de Creative Archive Licence Group creada recientemente, en abril de 2005, de manera que el acceso a los archivos sea gratuito para todos los usos que no tengan ánimo de lucro. Puede encontrarse más información en su sede web.

10 Siempre es saludable mantener distancias respecto a posturas maniqueas, ya sean éstas de carácter apocalíptico o integrado, que Silva (2003: 3) sintetiza en los siguientes términos: «De um lado a fala totalizante à maneira de oráculos do tipo: interactividade é automatização da linguagem que nos deixa silenciados ou, quanto mais se é interactivo, menos se existe ou, interactividade é um argumento de venda que faz engolir a pílula. De outro lado a crença em que a liberdade toma forma nos softwares, e que a fraternidade se traduz em interconexão mundial. São vozes que simplifican el debate».

     
     

Rosanna Mestre Pérez es profesora Universidad de Valencia (España) (Rosanna.Mestre@uv.es).