El teléfono de Damocles: sobre el juicio del telespectador ante el relato de la telerrealidad Damocles’ telephone. Manel Jiménez Morales |
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RESUMEN |
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Sobre los concursantes de los programas de telerrealidad -como sobre la cabeza de Damocles durante el festín de Dionisio, el Viejo- se cierne el peligro de la muerte. La muerte como fin del relato, la muerte televisivamente hablando. No hay fin que no conozca causas y tras la eliminación de cada uno de los concursantes de los programas de convivencia, existen también determinados motivos más o menos consensuables. Aunque a veces abstractos y escasamente aprehensibles, a grandes rasgos se pueden convenir unas pautas de comportamiento en los concursantes que generan simpatía o antipatía al público, aprobación o rechazo. A nadie escapa, por ejemplo, que aquellos concursantes que ocupan una posición de víctima suscitan a menudo la conmiseración del público, o que los espectadores tienden a castigar la infidelidad conyugal de los concursantes dentro de sus lugares de encierro o aislamiento. No es una ciencia exacta, por supuesto, pero los juicios morales de los telespectadores tras la trayectoria de un lustro de estos programas, empiezan a mostrar unas constantes ante los estereotipos que se someten, temporada tras temporada, a la hipervigilancia de esas cámaras. Sobre la esfera pública planean unos personajes que representan -muchas veces de manera esquemática por el maniqueísmo que con el que habitualmente se muestran- un determinado conflicto de orden social. Sus relatos ponen sobre la mesa temas como las diferencias de clase, la desigualdad y los roles en la pareja, la homosexualidad, el racismo, la competitividad y un largo etcétera de los que se deriva un juicio del espectador y una manera de entender esa particular realidad y, por extensión, otras realidades más próximas a su vida cotidiana. Las normas del concurso, el verdadero veredicto, son ese enjuiciamiento que permite atisbar parte de la ideología de una proporción del público de estos programas. Los resultados no son extensibles a la totalidad de la audiencia, pero, en tanto que son el único elemento cuantificable de estos productos, devienen el único parámetro referencial sobre el que los demás espectadores conocen una realidad y la asimilan como tal. El resultado que se recibe del conjunto de las llamadas o mensajes telefónicos dicta unas valoraciones que hablan del propio público. Cuando un concursante se erige como ganador de uno de estos concursos, su victoria se relaciona también con las características de un conjunto de espectadores que ensalza unos valores por encima de los otros. Sin duda los efectos de la identificación y el autorreconocimiento en estos personajes resumen una actitud y unos criterios del espectador. Y, de ello, se deduce la manera cómo el público valora también los temas de carácter social que aparecen en dichos programas. Pero, discutible o no la calidad de estos programas, ¿existe un juicio de calidad no sólo ante esta televisión, sino también ante los problemas que aparecen en este tipo de relatos? Dada la proliferación de estos programas y la larga vida que se les augura, sería interesante analizar cuáles son los aspectos que se ponen en tela de juicio en estos programas y, sobre todo, cuáles son los dictámenes de esa audiencia. La presente comunicación pretende, pues, desarrollar un breve estudio de contenidos de algunos de los programas paradigmáticos de telerrealidad, juntamente con un análisis cualitativo de la recepción de los mismos. De esta manera, tiene la voluntad de estudiar en primer lugar cuáles son los tópicos temáticos que dominan este tipo de programas a través de la representación de sus protagonistas y cuál es el discurso de fondo del espectador en el momento de dictar sentencia. Porque bajo las decisiones de ese teléfono no sólo se halla la suerte de los concursantes, sino también la suerte de nuestra televisión y del criterio de nuestra propia sociedad.. |
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ABSTRACT | ||||||
This congress communication tries to develop a brief contents study about some of the paradigmatic reality programs with a qualitative analysis of their receipt. Hereby, it wants to study which are the main thematic topics that appear in this kind of programs across the representation of their contesters and which is the public opinion in the moment to pronounce sentence. Because under the decisions of the viewers’ telephone votes there is not only the luck of the competitors, but also the luck of our television and our own society point of view | ||||||
DESCRIPTORES/KEYWORDS | ||||||
Telerrealidad, público, televoto, hipervigilancia. |
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Sobre los concursantes de los programas de telerrealidad -como sobre la cabeza de Damocles durante el festín de Dionisio, el Viejo- se cierne el peligro de la muerte. La muerte como fin del relato, la muerte televisivamente hablando. En ese tránsito de la presencia a la ausencia, se dirime la incógnita de sus destinos bajo un juicio donde, paradójicamente, el testigo resulta ser el único juez. Y se asiste así a un veredicto absolutamente democrático, compuesto por la suma de los dictámenes de una audiencia heterogénea que, con sus votos telefónicos, decide sobre el futuro de los personajes que componen esa supuesta realidad. El efecto del televoto en este tipo de «docugames»(1) tiene un carácter de retorno sobre el propio espectador: en esa determinación sobre las conductas de dichos concursantes se refleja la ideología de una audiencia que premia o castiga de acuerdo a unas convicciones morales propias. Como, por lo general, no hay fin que no conozca causas, tras la eliminación de cada uno de los concursantes de los programas de convivencia, existen también determinados motivos más o menos consensuables. Aunque a veces abstractos y escasamente aprehensibles, a grandes rasgos se pueden convenir unas pautas de comportamiento en los concursantes que generan simpatía o antipatía al público, aprobación o rechazo. Sin embargo, resultaría banal, cuanto menos, desoír el hecho de que, a pesar de la evidencia de este carácter de retorno -que se tasa en la actitud del propio telespectador en relación a su opinión- el espejo donde se reflejan dichas acciones de la audiencia puede ser, precisamente, un simple espejismo. Existen ciertos aspectos, poderosamente razonables, que dificultan sumamente la precisión acerca de cuáles son los motivos reales por los que un espectador interactúa con los fines de cambiar el relato de estos programas y, sin duda, todavía es más complejo inferir, en el juicio al que nos hemos venido refiriendo, de qué se les acusa a los concursantes. Por un lado, a pesar del carácter fidelizador que ejercen los programas con respecto a las audiencias, estas admiten cierto margen de alteración a medida que avanza el concurso, de lo que se deriva que la opinión que de ella se sustrae pueda ser levemente cambiante. No obstante, podemos entender que dicha audiencia se somete al concepto de espectador modelo y que la incorporación de determinados sectores de esa audiencia recoge una actitud similar. También es cierto, en segundo lugar, que en el proceso de votación no interviene la totalidad de la audiencia del programa. Sin embargo, el porcentaje de votantes se erige en representación del conjunto y adquiere un carácter metonímico, de modo que se podría convenir que el resultado de la decisión tomada por la audiencia es la decisión de sólo una parte aceptada tácitamente por la totalidad. Finalmente la diversidad que compone el conjunto de espectadores dificulta el establecer un discurso unívoco y, consecuentemente, difícilmente asible. Los factores que impulsan las decisiones tomadas escapan de una sola clasificación y responden a aspectos de distinta índole. Por ejemplo, al margen de un dictamen moral, puede existir una afinidad regional que impulse la decisión en uno u otro sentido, o una identificación de clase o colectivo, entre otros muchos aspectos. Ante estas consideraciones resulta imposible determinar rigurosamente en qué se fundamenta esa valoración. No es una ciencia exacta, por supuesto, pero los juicios morales de los telespectadores tras la trayectoria de un lustro de estos programas, empiezan a mostrar unas constantes ante los estereotipos que se someten, temporada tras temporada, a la hipervigilancia de esas cámaras. Sobre la esfera pública planean unos personajes que representan -muchas veces de manera esquemática por el maniqueísmo que con el que habitualmente se muestran- un determinado conflicto de orden social. Sus relatos ponen sobre la mesa temas como las diferencias de clase, la desigualdad y los roles en la pareja, la homosexualidad, el racismo, la competitividad y un largo etcétera de los que se deriva un juicio del espectador y una manera de entender esa particular realidad y, por extensión, otras realidades más próximas a su vida cotidiana. Las normas del concurso, el verdadero veredicto, son ese enjuiciamiento que permite atisbar parte de la ideología de una proporción del público de estos programas. Los resultados no son extensibles a la totalidad de la audiencia, pero, en tanto que son el único elemento cuantificable de estos productos, devienen también el único parámetro referencial sobre el que los demás espectadores conocen una realidad y la asimilan como tal. El resultado que se recibe del conjunto de las llamadas o mensajes telefónicos dicta unas valoraciones que hablan del propio público. Cuando un concursante se erige como ganador de uno de estos concursos, su victoria se relaciona también con las características de un conjunto de espectadores que ensalza unos valores por encima de los otros. El texto que sigue no pretende, de este modo, dar una respuesta exacta sobre estos aspectos. Sería no únicamente ingenuo, sino absolutamente imposible. Más bien se quiere profundizar en una línea deductiva que permita enlazar algunos de los resultados que ofrecen estos programas y alcanzar, a modo de hipótesis, algunas conclusiones acerca de lo que se está tratando. Sin duda el contenido de los programas de telerrealidad está dominado por un efecto de narrativización, según el cual se alcanza, con el cierre y la clausura del relato, el carácter paradigmático del mismo, esto es, el que da sentido a la historia. Como apunta González Requena, «el fin, el cierre, la clausura o la muerte, como se prefiera, cristalizan los actos y los dotan de sentido» (2). Con cada expulsión de los sucesivos concursantes, asistimos al fin de una de las tramas principales del texto audiovisual que nos brinda este tipo de programas y, en consecuencia, a un proceso de significación de sus contenidos. Por esta significación se accede a los puntos de inflexión del mismo relato: cada expulsión constituye el núcleo de la propia narración, mientras que todo lo demás puede considerarse catálisis (3), es decir, la transición entre unos núcleos y otros. En realidad, los programas que nos ocupan adoptan una estructura plenamente de serial televisivo, de telenovela, donde prevalece de manera destacada la catálisis por encima del núcleo y, por lo tanto, la ausencia de la resolución de conflictos frente a los núcleos que dinamizan la acción. Para Palao Errando, «...la telenovela funciona según el planteamiento opuesto al del telefilm, puesto que, frente a éste, tiende a constituir el relato como una serie de catálisis indefinida, sin momentos fuertes argumentalmente hablando. En ella, la generación de conflictos irresolubles (o mejor, simplemente no resueltos) se convierte en normalidad, y no hay en ningún caso, elemento que coarte la frenética combinatoria entre las distintas posibilidades del relato» (4). La telerrealidad evidencia la apoteosis de la catálisis, en tanto que supone un relato sustentado en la no conflictividad, sino más bien en el efecto que provoca la conversión del hecho real en un acto de simulación (5), a excepción, como se citaba, de los momentos de expulsión. En el umbral de estos nudos se convoca la interacción del espectador, se deja al público que pase, y se le plantea este acceso a modo de confrontación, de dilema: los espectadores se someten a una cuestión bipolar, castigar a un concursante o a otro, determinar el final de una trama o de otra. Este es uno de los primeros aspectos que cabe tener en cuenta en el momento de valorar el juicio que el espectador realiza en relación a los concursantes, porque, en realidad, se trata de un juicio condicionado a unas preferencias. Pero, como apunta Joan Ferrés, «los premios y castigos no alcanzan sólo a los concursantes. También el espectador es premiado o castigado, de manera vicaria» y, con ellos, se premian y castigan los valores tanto de los personajes de este relato, como del propio telespectador (6). Los estereotipos de dichos concursos asumen un rol a menudo maniqueo, por el efecto del propio montaje del programa, que permite al espectador depositar toda su implicación emotiva. De la sensación de reconocimiento y empatía surge la revelación de una determinación con respecto al final de cada historia. Y a menudo se dan unas constantes, en unos programas y otros, que aguardan a los concursantes un determinado desenlace. Dichos mecanismos de proyección e identificación emotiva parten del concepto de «exotopía» de Bakthin, de acuerdo con el cual, el proceso de observación del otro revela la actitud de uno mismo, y donde la transformación y el reconocimiento de los comportamientos del observado se hallan en el observador (7). La seducción o el rechazo que ejercen sobre el espectador los concursantes del propio relato se basa en ese carácter prototípico y estereotipado que caracteriza a cada uno de ellos y del sentimiento de identificación y las ansias de proyección que el primero tiene respecto a los segundos. El complejo de Eróstrato que persigue a estos participantes con el fin de alcanzar la popularidad a toda costa, de manera tan rápida como fugaz, se halla también en el inconsciente de una sociedad competitiva, que participa y es cómplice de ese ensalzamiento gratuito a estos personajes y a la conversión de los mismos en referentes mediáticos como símbolos de un reconocimiento, en el fondo, individual. Charo Lacalle sitúa como motor de este tipo de programas las pasiones que mueven los actos de los personajes, pero, por encima de todo, las pasiones que mueven los actos del telespectador. «En Gran Hermano», puntualiza Lacalle en referencia al primer concurso de telerrealidad español, «uno de los más completos y complejos exponentes de esa televisión de la palabra que nos ocupa, la acción ha sido desplazada por la exhibición de pasiones convirtiendo el relato en una galería de caracteres que, transformados en arquetipos, pueden ser utilizados como portadores autónomos de significación»(8). Las pasiones, en el relato, se producen independientemente de la posición del espectador. No obstante, este, como verdadero destinatario, asimila dichas pasiones y las instala en su manera de juzgar la realidad que acontece ante sus ojos. Greimas y Fontanille lo describen brevemente de este modo: «même si le Destinataire est directement concerné par les passions, la seule mise en place du ou des sujet(s) d’états suffit la pluspart du temps pour traiter économiquement les configurations passionnelles. Quant au Destinateur, son rôle est considérablement amoindri par la passion; que le Destinateur soit à l’origine ou pas d’un programme, on s’aperçoit que la passion du sujet suffit au développement dudit programme, au point qu’il apparaît comme autonome à l’égard d’un éventuel Mandateur ou Manipulateur; c’est qui ne veut pas dire que le Destinateur ne peut pas installer de passions chez le sujet» (9). Las citadas pasiones se edifican, en primer lugar, sobre la identificación de un o unos héroe(s) del relato, es decir, el deseo de que uno o varios sujetos alcancen unos objetivos positivos dentro del relato, por reconocimiento personal, por poyección y/o por simple empatía. Bajo esta voluntad se esconde la atribución de una serie de virtudes que encumbran a este héroe y lo catapultan a la victoria del concurso. Por otro lado, se construyen las pasiones opuestas, las de rechazo, que, en buena medida, surgen de los mismos mecanismos de identificación antes citados. A excepción de programas, cuyo veredicto final en cualquiera de sus núcleos no es exactamente el castigo de un concursante a través de su eliminación, sino la salvación, como sería el caso de Operación Triunfo, la mayoría de concursos de telerrealidad ahondan en ese sentimiento más sádico que es el que despierta, precisamente, el mecanismo del televoto. La provocación deviene, a estos efectos, un motor para la interacción. Los supervivientes de estos concursos, aquellos que consiguen llegar a la fase final del programa y, en la mayoría de casos, alzarse con la victoria, tienen, a pesar de sus diferentes perfiles, una conexión entre ellos. Los ejemplos que se recogen en la presente comunicación responden a la selección que mejor representa lo que aquí se quiere desarrollar, desestimando, pues, objetos que respondan estrictamente a un programa en concreto o a una temporada determinada. No obstante, la mayoría de ellos pertenecen a programas de la cadena que más ampliamente -y, probablemente, mejor en términos de rentabilidad de audiencias- los ha desarrollado, Telecinco. En la sucesión de victorias de este tipo de programas, parecía asentarse, desde el primero de estos concursos, lo que se podría denominar un ganador modelo. El primer vencedor del programa de realidad originario en nuestro país, Gran Hermano, fue Ismael Beiro, un gaditano de veinticinco años que combinaba sus estudios de ciencias náuticas con su trabajo como socorrista. En términos generales, respondía al perfil de perfecto ganador: joven, atractivo, divertido, amante de la música y de la naturaleza -en su vídeo de presentación, el 23 de abril de 2000, se lo presentaba como batería de un grupo de música y ex-boy scout; Pero, por encima de todo, conciliador y poco amante del conflicto. Las conexiones con la audiencia podrían derivarse, precisamente, de estas características. Lógicamente, su belleza era un motivo notable de proyección sobre el público, pero, especialmente, su gran baza estaba en su carácter desenfadado y en la representación del chico humilde de barrio, preocupado por su familia y por su pareja, trabajador y solidario con los demás del grupo. No obstante, la idea del perfil modelo responde, de manera más directa, a una derivación lógica del juicio del espectador en términos de ficción audiovisual: Ismael Beiro era lo que más se parecía a un héroe cinematográfico o de serie televisiva y sus características más sobresalientes, en comparación con los demás concursantes, eran las que encajaban mejor con este ideal. Al concepto de idealización, lógico especialmente en los primeros programas de telerrealidad, se le fue oponiendo el de humanización, que conecta más directamente don el de identificación por parte del público. Y esto ocurrió, aunque de manera discreta, desde el primer programa. Al lado de Ismael, el segundo puesto del concurso, lo ocupó Ania Iglesias, una modelo de dudosa trayectoria profesional, dudoso pasado, dudosa edad, e incluso dudosos objetivos dentro el concurso. Y, sin embargo, con una clara aceptación por parte de la audiencia. Si Ismael representaba al héroe del relato, Ania era una especie de antiheroína, una princesa destronada que poco a poco iba recuperando su categoría. La progresiva aceptación de este personaje dentro del relato, que inicialmente era uno de los que parecía que iban a desaparecer a lo largo de las primeras semanas, fue, principalmente, producto de uno de los sentimientos que mejor conmueve al público y del que se deriva en mayor medida la idea de identificación: el de la conmiseración. Ania representó como nadie, a lo largo de los tres meses del concurso, el papel de víctima de la narración que aguanta estoicamente todas y cada una de las humillaciones propinadas por los demás concursantes. De esta manera, se erigía como una auténtica superviviente, como la cenicienta del cuento que, al mismo tiempo, renace de sus propias cenizas. El veredicto del público, a pesar de su controvertido paso por el encierro, fue, sin lugar a dudas, no sólo inocente, sino más bien, falsa culpable, que es algo con lo que la audiencia pareció conectar mejor. Ania sirve, de este modo, para ejemplificar uno de los primeros preceptos que desarrollan estos programas de telerrealidad: el juicio moral de raíz judeo-cristiana, que se asienta especialmente sobre la idea de la culpa y el perdón. Bajo esta idea de sostienen muchas de las decisiones tomadas por el público en este tipo de programas. A Ania, por ejemplo, le siguió, en la segunda edición de este concurso, Sabrina, una chica despechada por uno de los concursantes de la casa y de gran corazón. De nuevo se apoderaba de la audiencia un sentimiento de empatía que conectaba directamente el personaje con sus propias emociones y ensalzaba nuevamente a una antiheroína, superviviente y redimida, por encima de su principal contrincante y favorito del programa, Fran, un vividor divertido, pero con poco fondo identificativo. La apreciación no es gratuita. A lo largo de este concurso se ha favorecido a aquellos participantes que han desarrollado este tipo de comportamientos durante el encierro. La cuarta edición dio el premio a Pedro, un funcionario con alma de pastor, que vivió en el concurso un auténtico calvario por conseguir el amor de una de las participantes enamorada de otro de los habitantes de la casa. Y Juanjo, el ganador de la última edición, pareció haber aprendido bien las reglas del juego erigiéndose como víctima por doble partida, como concursante al que no le importa enfrentarse con todos los demás si es por una finalidad justa y de nuevo como enamorado no correspondido. La posición de víctima, pues, deviene uno de los elementos de mayor identificación por parte del público. Al mismo tiempo, se observan en general una serie de valores, la mayoría de ellos de orden más bien conservadora, que catapultan a estos personajes a la victoria. La mayoría de ellos responden a un ideal de integridad moral que se basa en unos valores tradicionales, especialmente en relación con las opiniones que van virtiendo acerca de los temas sociales que surgen. Por otro lado, la «maldad», en la telerrealidad, vende, incluso seduce, pero no evoluciona a lo largo del concurso. Los personajes que, por sus acciones representan, de manera maniquea, actitudes negativas provocan a menudo el entretenimiento del público, incluso la diversión, pero, paradójicamente, aunque a menudo son los que sostienen el concurso por su evidente rol de confrontación y polémica, son vetados por parte de la audiencia. Resulta a menudo la contrafigura, en términos narrativos, de los ganadores y, a menudo, se apartan de estos valores conservadores que se apuntaban. Por ejemplo, aquellos personajes que dejan una pareja fuera de la casa y, al mismo tiempo, mantienen o tratan de mantener una relación dentro, acostumbran a ser eliminados. Se presume, pues, que la audiencia castiga la infidelidad y lee, en estos comportamientos, una intromisión en la concepción de la familia tradicional. Hay excepciones, por su puesto, como sería el caso de la ganadora de la quinta edición de Gran Hermano, Nuria, enamorada de uno de los concursantes de la casa y con una relación estable fuera de ella. Pero precisamente en este caso se cumple de nuevo la idea de la culpa y el perdón: Nuria está enamorada de Nico, el otro concursante, pero se siente culpable por hacer daño a su pareja e intenta reconducir sus sentimientos. De nuevo, la audiencia se siente reconocida en un personaje que, a pesar de estar transgrediendo las normas de carácter más conservador que apuntábamos, se somete a un proceso de victimización, de culpa y de perdón por parte de los espectadores. La «promiscuidad» recibe también su castigo. En Gran Hermano 4, Inma, después de aceptar la declaración de Pedro, mantiene un esporádico contacto con Matías. Los telespectadores no entienden dicho contacto como un juego entre amigos después de haber bebido unas copas, tal y como explica Inma a la audiencia, y optan por expulsarla. Precisamente partiendo de este caso, resulta también destacable el hecho de que la audiencia parece ser mucho menos permisiva con los hombres que con las mujeres y, de alguna manera, se observa en ella un comportamiento un tanto machista. Matías, por ejemplo, fue expulsado después de haber intentado mantener un posible contacto, con mayor o menor profundidad, con cuatro de las seis mujeres de la casa. Sólo después del debate que se generó fuera, el que era el favorito de la audiencia y seductor por antonomasia de los concursos de telerrealidad salió de la casa, por la puerta grande y aplaudido con énfasis durante la entrevista con la presentadora del programa, con la que también estableció un particular juego de seducción. El mismo tiempo, Fran, el primer finalista de la segunda edición, destacó por ser un personaje absolutamente machista y acostumbrado a que las mujeres de su alrededor se lo hiciesen todo. Su simpatía, sin embargo, se impuso a este sentimiento y logro sobrevivir a lo largo de todo el concurso con absoluta impunidad. Es destacable, no obstante, que el público que mayoritariamente vota en este tipo de concursos es un público femenino, a pesar de que, de nuevo, se imponen algunos valores conservadores difíciles de soslayar. En consonancia con los temas de relaciones de pareja que hemos venido desarrollando tangencialmente hasta ahora, el público acostumbra a someter a un análisis más profundo y probablemente más crítico a los concursantes que se enamoran dentro de la casa. Uno de los ejemplos paradigmáticos es la relación que vivieron en la segunda edición de Gran Hermano Carlos y Fayna. Dicha relación le valió a Carlos, precisamente, la expulsión del concurso por parte de la organización del mismo. La nominación, no obstante, era una nominación pública en el sentido más amplio del término: la relación que los dos jóvenes estaban protagonizando se convirtió en un debate de Estado al considerarse que Fayna estaba recibiendo maltratos físicos por parte de Carlos. Diversos partidos políticos, así como el Instituto de la Mujer y el Obispado, pidieron directamente el cese de este concursante. El efecto de tematización que había conseguido el programa tenía efecto incluso sobre algunas de las decisiones políticas del momento. Y, efectivamente, el fantasma de un tema de tan alta resonancia en España como el de la violencia doméstica siguió planeando sobre el concurso. Dos ediciones después, la audiencia encontró, cuanto menos, controvertido el trato que Nacho propinaba a Desi dentro de la casa. De modo que, a la siguiente vez que este resultó nominado, fue expulsado sin dilación. Años después, el concurso La Casa de tu Vida, también de Telecinco, crearía la plataforma perfecta para suscitar opinión en este sentido: si ya resulta interesante valorar el comportamiento individual de cada uno de los concursantes, resulta doblemente atractivo ver cómo se desenvuelven en pareja, algo en lo que, de algún modo, todo el mundo se puede sentir reconocido. Y, de alguna manera, este concurso sufrió una evolución a lo largo de la temporada del presente año al reconocer que Raquel maltrataba psicológicamente a su novio Germán, algo a lo que la calle no estaba demasiado acostumbrada. Precisamente este programa, en una edición anterior y como en el caso de Carlos y Fayna, donde se trasladaban algunos asuntos de cierta trascendencia social absolutamente candentes al terreno del concurso, tuvo una experiencia similar con los concursantes Juanma y David. Mientras en las calles se debatía ya con cierta atención la cuestión de los matrimonios entre homosexuales, los dos novios gaditanos improvisaban una ceremonia de boda dentro de la que, meses después, sería, efectivamente, la casa de sus vidas. La audiencia daba la aprobación no sólo a un tema de amplia controversia social, sino que también propiciaba un giro en lo que veníamos desarrollando alrededor del tema de la familia tradicional: con la victoria de Juanma y David se estaba dando respaldo a un nuevo modelo familiar. Aunque cabe preguntarse si dicho respaldo es sólo fruto del carácter pintoresco y curioso que poseía la pareja. La victoria de Juanma y David no es el único giro que han sufrido estos concursos acerca del juicio moral que se hace sobre ellos. Precisamente en la final del concurso que esta misma pareja ganó, los votos de aceptación de la audiencia se los repartieron, casi a partes iguales por una ajustadísima diferencia, con Vanesa y Verónica, dos amigas desenfadadas, atractivas y atrevidas que demostraron, sin duda, en este caso, que los espectadores las prefieren rubias. A pesar de que entraron en la casa especificando que sólo eran amigas, heterosexuales y que no iban a quitarle el novio o marido a nadie, finalmente Vanesa sí que acabó provocando la ruptura entre dos de los concursantes de la casa. El público no sólo defendió a Vanesa a pesar de haberse interpuesto en la relación, sino que aplaudió el encuentro entre ella y David, al final de la gala, y le dio mayor apoyo que a Natalia, la tercera en discordia despechada por David. De nuevo el juicio emitido por el público daba apoyo a algo que escapaba de lo tradicional, incluso por el hecho de que Vanesa tenía un hijo de una anterior relación de que llevaba separada un tiempo. Precisamente, en los últimas temporadas de estos concursos, se han dado una serie de cambios en la opiniones de la audiencia sobre los concursantes de estos programas. Probablemente dos hechos contribuyen a ello. Por un lado, el cansancio respecto a estos programas, que ha obligado a buscar cada vez perfiles más peculiares y controvertidos y que hace que el público se incline por ellos con el afán de buscar cierta novedad. Por otro, el cambio real de la sociedad en estos últimos tiempos. Un ejemplo más ilustra este giro: Esta actitud hubiese provocado con total seguridad su expulsión en el origen de este tipo de concursos. No obstante, dada la trayectoria de los mismos y su efecto socializador, el público consideró mayoritariamente que debía ganar sin ninguna duda. Y, a diferencia de otras ocasiones, no condenó sus acciones porque sobre ellas no pesaba ya el lastre de la concepción tradicional de aquel ganador modelo que se había forjado en los programas originarios. El debate social sobre algunas de las cuestiones que se reproducen también en el programa contribuye, también, a los cambios en la lectura de los telespectadores. Y, en numerosas ocasiones, el programa se sirve de determinados modelos para potenciar la agenda setting de algunas cuestiones. De nuevo, ejemplifica a la perfección este hecho la boda fugaz que protagonizó la pareja homosexual de La Casa de tu Vida. Pero además se han lanzado otros temas de gran actualidad, representados por los propios personajes/concursantes de la casa, a riesgo de convertirse casi en la propia sinécdoque, para muchos espectadores, de estas complejas cuestiones. El programa acogió a una concursante de raza negra, Carla, y a otra con ciertas actitudes racistas, Aída, en el mismo programa, precisamente en una de las mayores olas de inmigración en España de los últimos tiempos. Por otro lado, en esta misma edición otro de los concursantes seleccionados fue el ceutí Luhay, un practicante acérrimo de la religión musulmana en pleno auge del fanatismo religioso. E incluso trató de propiciar en la pantalla la relación entre dos lesbianas concentrando a diversas participantes con esta orientación sexual en la misma edición con el fin de mostrarla con normalidad, aunque finalmente la relación no se produjese dentro de la casa. De hecho, Gran Hermano ya había tratado de colocar en su primera edición algún concursante que diese pie a este tipo de cuestiones: Koldo, un estudiante de políticas de Euskadi recibió la visita de un joven de independentista vasco que se saltó todos los controles de seguridad y entró en la casa para increpar al joven participante y pedir el traslado de los presos etarras a Euskadi. Poco a poco, este tipo de concursos intenta introducir perfiles que empiezan a despuntar en la sociedad o que escapan de lo tradicional: la mujer emprendedora e independiente, el hombre metrosexual que asume con igualdad los trabajos domésticos, etc. Incluso La Casa de tu Vida ha proyectado nuevos modelos de pareja, hasta el punto de presentar, en su última edición una pareja compuesta por una chica heterosexual y un chico homosexual. A pesar de la introducción de estos personajes que nutren la agenda setting de la audiencia, la sentencia final no acostumbra a referirse precisamente a un juicio alrededor de estos temas de orden social, sino que más bien la opinión sobre ellos ocupa un papel secundario. Es cierto que estos programas arrojan, sin lugar a dudas, un debate, por mínimo que sea, a la audiencia en relación a estos temas, y es innegable su carácter socializador. La controversia sobre este tipo de cuestiones queda aparcada a no ser que ocupe un tema absolutamente central, y el público acostumbra a emitir sus votos con independencia a lo que los concursantes representan en relación con un tema de debate social. De este modo, domina, pues, la opinión sobre el rol que desarrolla en el relato cada concursante, en unos términos absolutamente maniqueos y, en muchos casos, nutridos de otras referencias o reflexiones que puedan enriquecer el juicio del telespectador. En numerosas ocasiones, lo que provoca el cambio en la actitud de los espectadores acerca estos nuevos estereotipos y lo que impulsa sus decisiones y su juicio final incluso hasta su aceptación son los debates paralelos que abren el resto de programas del mismo canal y que retroalimentan su propia audiencia. Precisamente Telecinco se ha embarcado en una fórmula programativa consistente en esta estructura, no únicamente para los programas de telerrealidad, sino también para muchos otros de sus espacios. El origen, efectivamente, se halla en este tipo de concursos, pero rápidamente esta cadena, así como, en menor medida, otras han adoptado este sistema de autopublicitarse de un espacio a otro, compartir protagonistas, crear historias que evolucionan a lo largo de toda la parrilla programativa del día. Esto exacerba el carácter metalingüístico del propio medio y supera el barroquismo que hasta ahora se le ha atribuido. Con este contexto, la determinación de la audiencia -el nombre de la cual resulta a este efecto absolutamente acertado- cuenta con todos los elementos y la puesta en escena del propio acto del enjuiciamiento. Por un lado, los presentadores de estos programas adoptan una posición pretendidamente comedida y con voluntad objetiva, al estilo del juez. Y, por el otro, los colaboradores ejercen de fiscales y defensores, al mismo tiempo que los concursantes expulsados, familiares, amigos y espontáneos varios devienen parte de los testigos de dicho juicio. Se aprecia, sobre lo citado, que, a pesar de no haber una reflexión consciente alrededor de lo que los concursantes representan en relación a temas de índole social, el cambio en la valoración sobre sus actitudes responde, precisamente, a características de este tipo. Sin embargo, en los juicios que emite la audiencia, siguen existiendo unos baremos de medición absolutamente inmóviles que, en realidad, no conectan con un aspecto social, sino, más bien, exclusivamente ficcional. Al referirnos a este aspecto ficcional queremos hacer referencia a ciertas estructuras reiterativas en cualquier relato de ficción y que Vladimir Propp ha desarrollado en obras como «La Morfología del Cuento». En ellas, lógicamente, se exhibe cierto asentamiento de unos modelos clásicos y poco permeables a cambios, junto con una fidelidad a determinadas estructuras redundantes y, en la mayoría de casos, esquemáticas y carentes de cualquier resquicio a la improvisación. La valoración que a menudo se deriva de los votos, pues, es la que se podría extraer de muchos de los argumentos universales de la narrativa clásica. Y, sin embargo, en ellos no entran consideraciones de otro tipo que atañen más bien a ciertos aspectos de la realidad que no a la ficción. Ello da cuenta del enorme vínculo que tienen este tipo de concursos con los seriales dramáticos, más que con piezas de carácter más documental. A pesar de que su naturaleza híbrida los sitúa en esa frontera entre el documental, la ficción, el concurso e incluso el videoclip entre otros géneros -especialmente el último citado- en los resúmenes que muestran a los concursantes al ritmo de una música y un montaje más propio de este estilo- el nivel receptivo de los mismos, la respuesta del espectador en el momento de reorganizar, leer e interpretar su texto, les otorga un cariz preeminentemente ficcional. Probablemente, la actitud a menudo maniquea del propio espectador responde a una presentación también maniquea de la presentación de los personajes, desde el inicio y a lo largo de todo el programa, pero, especialmente, en la selección de los momentos transcendentes que constituirán el montaje. En ellos, con la finalidad de convertir en nudos narrativos muchos de los momentos que, en realidad son pura catálisis, se acaban mostrando simplemente facetas que exploran en la conflictividad en el sentido más amplio del término por parte de los personajes, ya sea por causas externas, como podrían serlo los problemas de convivencia con otros concursantes, el enamoramiento, etc., ya sea por causas internas, que a menudo corresponden a esos fragmentos en los que el concursante se dirige a la cámara que está en el confesionario para explicarle sus confidencias personales. Pero, al margen de esta conflictividad, no se muestran aquellos momentos, si bien también constituidos como catálisis, permiten dar una visión más amplia de lo que ofrece no sólo el concursante, sino también el propio concurso como generador de contenidos. Todo esto nos permite avanzar algunas breves y modestas conclusiones acerca de cómo el público recibe, valora y, por lo tanto, emite determinados juicios en este tipo de programas y, al mismo tiempo, acerca de cómo este público se presenta a sí mismo. En primer lugar, se puede concretar que la estructura de este tipo de programas se extiende sobre una narración creciente, cuyos límites son los determinados por el propio espectador. En ella, los momentos de interés pertenecen más al simulacro que a la realidad y, por encima de ellos, destacan, semanalmente o una vez cada dos semanas, algunos los verdaderos núcleos de la acción, que son las expulsiones de los concursantes. Por otro lado, en una estructura donde la narración se edifica sobre los relatos de la propia cotidianidad, el montaje debe cumplir un enorme trabajo de recomposición de los momentos más destacables, de modo que a menudo busca la notoriedad hasta el punto de desestimar determinados momentos en pro de una determinada transcendencia narrativa. Para que esto ocurra, esto es, para que puedan darse esas condiciones de continua transcendencia y de recuperación constante del interés por el relato, la selección de los concursantes debe elaborarse en pro a una búsqueda de aquellas personalidades que mejor pueden propiciar la confrontación en forma de conflicto narrativo. Ello provoca un cierto efecto de síntesis de los momentos seleccionados para explicar lo que viven estos personajes dentro de sus encierros. Y, con ella, la percepción fragmentaria de sus vida así como una valoración también absolutamente parcial de su personalidad, reducida únicamente a los momentos de interacción en este tipo de conflictos, sin tener en cuenta su capacidad de acción y reacción frente a otros. Se desarrolla, en consecuencia, un retrato esquemático de los personajes que conforman el texto que ofrece este tipo de programas. Y, a continuación, la estructura narrativa que entre todos ellos tejen se resiente de ese esquematismo y de la simplicidad con que se exponen el conjunto de los hechos que se desarrollan en las casas hipervigiladas. De este modo, el juicio del telespectador no puede hacer más que moverse sobre unos parámetros de medida bastante restrictivos, de orden muy reductiva, que, sin embargo, dejan traslucir parte de su ideología. Una ideología que, en el origen de este tipo de programas, parte, efectivamente, de modelos absolutamente clásicos y que conduce a valoraciones de carácter medianamente conservador, aplicando incluso cierto criterio moralista sobre los concursantes y sobre algunos de los temas que estos desarrollan. A medida que todos estos concursos han empezado a tomar posiciones en las parrillas programativas, la introducción de nuevos tipos de participantes, incluso con una voluntad de adaptarse a las nuevas tendencias sociales o incluso tratando de crear debate entre la población sobre algunos temas, han hecho cambiar también algunos de los tópicos que el público de estos programas tendía a aplicar en el momento de emitir su juicio. Hasta el momento, las decisiones del público favorecían a aquellos concursantes que representaban aquellos valores más tradicionales. Y, en cierta medida, todavía aún se sigue respaldando a estos concursantes y se impone un juicio de raíz judeo-cristiana, donde los participantes que más reciben el azote de sus cohabitantes reciben la empatía y la solidaridad del resto de la audiencia. El público experimenta, además, cierto placer al ver como estos personajes se construyen a sí mismo, renacen de sus propias cenizas e, incluso, resultan la encarnación del mito de Pigmalión ayudados a salir de su actitud con la ayuda de otro concursante o de los psicólogos de estos concursos. El leve cambio sobre actitudes más abiertas en el momento de designar ganadores -y previamente perdedores- de este tipo de concursos tiene una explicación en dos cambios: el cambió real de la sociedad y el cambio en la lectura de este tipo de programas a través de la socialización que los mismos han provocado. Pero, por otra parte, se debe también a la voluntad del telespectador de reinventar cada relato, de someterse a fórmulas repetitivas sólo hasta cierto punto, aceptando nuevas propuestas y nuevos retos y, por supuesto, aprendiendo a sobreponer otros criterios más allá del juicio moral que a menudo se aplica a los participantes de estos concursos. Todo esto lleva a pensar que, a pesar de este cambio, dominan sobre todo unos criterios destacadamente conservadores en el momento de hacer valoraciones sobre el concurso y que estos criterios responden más a unos patrones narrativos ficcionales, de facto mucho más férreos y difíciles de quebrar, que a unos criterios de orden social, que devolverían estos programas a su etimología de programas de telerrealidad. Finalmente, parece que la línea de estos concursos, de difícil marcha atrás, pretende buscar cada vez más la transgresión de algunos valores hasta el momento intocables, reuniendo a personajes que escapan de manera directa de los tópicos ya citados. Esto revierte en una opinión pública más abierta, pero la cuestión que surge a continuación es si realmente puede hablarse de apertura o si, simplemente, el efecto amplificador de la televisión consigue que determinados personajes reúnan el clamor popular por su peculiaridad, por su diferencia y por un efecto meramente proyectivo, no identificativo de los propios votantes. El efecto de reflejo que, efectivamente, reúne este tipo de programas, dibuja, por los resultados de sus votaciones, el carácter de una sociedad. A través de ellos, a lo largo de un lustro, puede verse tímidamente la evolución de sus parámetros. Y, con toda seguridad, los próximos programas de telerrealidad ofrecerán nuevas percepciones, nuevas lecturas de la sociedad, pero con un fundamento indestructible de los principios tradicionales de la propia Narración. |
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Referencias | ||||||
BALLÓ, J. y PÉREZ, X. (1997): Lasemilla inmortal. Los argumentos universales en el cine. Barcelona, Anagrama. |
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1 Tomamos la definición utilizada por Pérez de Silva. Para más información, véase PÉREZ DE SILVA, J. (2000): La televisión ha muerto. La nueva producción audiovisual en la era de Internet. Barcelona, Gedisa. 2 GONZÁLEZ REQUENA, J. (1999): El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad. Madrid, Cátedra; 119. 3 BARTHES, R. (1982): «Introducción al análisis estructural de los relatos», en V.V.A.A.: Análisis estructural del relato. Barcelona, EBA. 4 PALAO ERRANDO, J.A. (1989): «De la reversibilidad de la muerte: catálisis, aleatoriedad y ausencia en el fin de la telenovela», en JIMÉNEZ LOSANTOS, E. y SÁNCHEZ-BIOSCA, V. (Eds.): El relato electrónico. Valencia, Filmoteca de la Generalitat Valenciana; 173. 5 BAUDRILLARD, J. (1994): Simulacra and Simulation. Michigan, University of Michigan Press. 6 FERRÉS, J. (1996): Televisión subliminal. Socialización mediante comunicaciones inadvertidas. Barcelona, Piados; 173. 7 BATHIN, M., citado en TODOROV, T. (1984): The Dialogical Principle. Minneapolis, University of Minnesota Press. 8 LACALLE, CH. (2001): El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento. Barcelona, Gedisa. 9 GREIMAS, A.J. y FONTANILLE, J. (1991): Sémiotique des passions. París, Seuil. |
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Manel Jiménez Morales es profesor del departamento de Periodismo y Comunicación Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona (España) (manel.jimenez@upf.edu). |
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